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En el análisis de Freud tomó importancia el lugar del pene, en esa época sin ruborizarse habló de
que las mujeres tenían envidia del pene ( ¡Qué puntada cómico del maestro vienes!); Lacan más actualizado indicó que
no se trataba del pene sino del lugar del falo (Símbolo de la fecundidad agraria de los romanos, entre otros) en la vida erótica cotidiana de
la humanidad. Lacan tomó nota de algunos tropiezos de esa posición, rectificó con un leve
cambio: pasó a la función fálica que no reconoce las fronteras de los sexos “naturales”. Ya entrado en la última etapa de su vida y de sus enseñanzas Lacan dio
paso mayor no solo respecto del falo sino que indico un cambio de la verdad:
hemos pasado a la época de la vergad, a partir de ella cualquier cosa es
posible: el presidente Peña Nieto, Temer en Brasil, Macri en Argentina y Trump
en los EEUU son una clara y triste demostración de que ya no hay límites. A la vergad
con todo…¿Seguirá AMLO atado al mástil de la verdad sin tomar nota de la actual vergad?
Este es un artículo de un amigo
José Nun,politólogo, quien fuera secretario de Cultura de la Nación , en Argentina, del
2004 al año 2009, designado por el entonces presidente Néstor Kirchner:
La posverdad marca el fin de una
época, José Nun
(Tomado del periódico La Nación,
28/02/2017 http://www.lanacion.com.ar/1988503)
Creo que no se le ha prestado
toda la atención que merece al término que vienen de incorporar los
Diccionarios Oxford, juzgándolo "la palabra del año". Me refiero a
posverdad. Según parece, lo usó por primera vez el dramaturgo Steve Tesich en
1992, en las páginas de The Nation, y fue reflotado en 2004 por el sociólogo
Ralph Keyes en su libro The Post-Truth Era. Dishonesty and Deception in
Contemporary Life (La era de la posverdad. La deshonestidad y el engaño en la
vida contemporánea). Poco después, el periodista Eric Alterman lo aplicó a la
política y bautizó la de George W. Bush como "la presidencia de la
posverdad" por el modo mendaz en que manipuló a sus fines los atentados
contra las Torres Gemelas. Y ahora la expresión resurge gracias a otro político
republicano. Así, en septiembre del año pasado, The Economist le dedicó su
artículo de tapa a Donald Trump, titulándolo "Art of the Lie. Post-Truth Politics in the Age of
Social Media" (El arte de la mentira. La política de la posverdad
en la era de los medios sociales).
¿Cuál es el significado del
término? Denota aquellas circunstancias en las que los hechos objetivos
influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la
emoción y a las creencias personales. Dicho de otra manera: para amplios
sectores, que algo aparente ser verdad se vuelve más importante que la propia
verdad, sobre todo si coincide con su sentido común. Los promotores del Brexit,
por ejemplo, tuvieron éxito porque, entre otras cosas, confirmaron los
prejuicios de muchos ingleses asegurándoles que al salir de la Unión Europea se
ahorrarían 435 millones de dólares por semana, una falsedad que reconocieron
como tal sólo después de ganar el referéndum, cuando ya no les convenía
sostenerla.
El caso de Trump es desopilante.
Su campaña fue un compendio de disparates que confirmaron a dos tercios de sus
votantes en la errada idea de que el desempleo había crecido durante la segunda
presidencia de Obama y a 3 de cada 4 en la certeza de que George Soros financió
las manifestaciones de protesta en contra de su candidato. Sólo en su primera
semana de gobierno, se comprobó que Trump mintió más de 300 veces. Contra toda
evidencia, su secretario de Prensa afirmó que a la ceremonia inaugural había
asistido la mayor multitud de la historia. No es casual que en un libro firmado
por Trump se lea que "la gente siempre quiere creer que algo es lo más
grandioso y lo más espectacular que existe".
Volvamos a la posverdad. ¿Por qué
no hablar simplemente de mentira? Porque, no del todo a sabiendas, se está
apuntando a un cambio de época que trasciende la simple distinción entre lo
verdadero y lo falso. Para apreciar mejor este cambio, conviene remontarse a
los comienzos de la era que se ha venido cerrando.
Me refiero a finales del siglo
XVIII, cuando fueron naciendo en Occidente las distintas ideologías políticas,
hijas del Iluminismo. La fe, la tradición o la autoridad del emisor dejaban de
ser credenciales suficientes para que una definición de la realidad ingresase
con éxito al debate público. En principio, la racionalidad se convertía en el
único título reconocido como válido. En palabras de Alvin Gouldner, "el
Iluminismo se transforma en la edad de la ideología cuando se emprende la
movilización de las masas para proyectos públicos a través de la retórica del
discurso racional". Sin perjuicio de su inevitable recurso a las emociones
y a los sentimientos, lo central es que los llamados a la acción de derecha o
de izquierda pasaron a basarse en diagnósticos más o menos elaborados acerca de
la sociedad a mantener o a cambiar.
A más de dos siglos de distancia,
ese andamiaje racional que tantas veces tambaleó, hoy se está derrumbando.
Resuena con mayor fuerza que nunca la idea de Nietzsche de que las pasiones,
los intereses o los instintos son dimensiones de la vida humana más básicas que
la razón para motivar nuestras creencias. Porque ésta es la gran cuestión.
Desde el vamos, el racionalismo de los países desarrollados fue elitista,
liberal y no democrático, y la participación política quedó restringida durante
largo tiempo a la "gente decente". Luego, a medida que se iba
expandiendo el sufragio y el liberalismo se democratizaba, la forma representativa
de gobierno buscó ponerles la mayor sordina posible a los razonamientos de
sentido común del grueso de la población al prohibir que los representantes
quedaran sujetos a instrucciones o mandatos. Como expliqué en El sentido común
y la política (FCE, 2015), es por eso que se remontan también a principios del
siglo XIX los orígenes de un estilo político particular que se enfrentó a las
distintas expresiones del liberalismo racionalista en nombre del sentido común
propio del pueblo "verdadero", esto es, lo que décadas más tarde
recibiría el nombre de populismo.
La larga historia que desemboca
en la posverdad (y, ¿por qué no?, en la posdemocracia) es en extremo compleja y
no admite simplificaciones. Pero quiero destacar aquí por lo menos tres de las
claves que ayudan a pensarla. Una es contextual. El capitalismo no logra
superar su cuarta gran crisis. La primera fue la de 1890; la segunda, la de
1929-30; vino luego la de los años 70, y estamos vadeando la que se inició en
2007/8. Las de 1890 y 1970 se debieron a fuertes caídas de las tasas de
ganancia de las empresas. En cambio, tanto la de 1929-30 como la actual son el
fruto de procesos salvajes de acumulación capitalista. Con rasgos muy distintos
según el país, de la de 1929-30 se salió merced a una disminución considerable
de la desigualdad (en los Estados Unidos el presidente Roosevelt les aumentó un
90% los impuestos a los ricos). Ahora, en cambio, la concentración de la
riqueza es abismal y el neoliberalismo en boga postula como remedio que se les
rebajen los impuestos a los ricos. No es extraño que la pobreza y la
incertidumbre sean hoy los fantasmas que recorren el mundo.
En este clima, floreció una
paradoja. La sociedad del conocimiento culminó en ese logro inmenso que es la
informática, pero inesperadamente las redes sociales se han convertido en un
colosal vehículo instantáneo de falsedades y fabulaciones que refuerzan los
elementos más conservadores y dogmáticos de lo que Gramsci llamaba el
"sentido común vulgar", siempre ávido de certezas. Se trata de la
segunda clave a la cual aludía. Como solían decir los gauchos, anticipándose a
Orwell, difundir una mentira es como echar agua sobre piso de tierra: nunca se
la puede recoger toda.
Con lo cual llego a la tercera
clave. Salvo para una minoría, en todas partes han perdido autoridad (a menudo
por buenos motivos) los juicios de los expertos y de los periodistas,
tradicionalmente encargados de discriminar entre verdad y mentira. Perón decía:
"Alpargatas, sí; libros, no"; Trump declara: "Amo a la gente
poco educada", y Beppe Grillo se alegra porque millones de personas ya no
leen sus diarios ni miran su televisión. Cunde el antiintelectualismo y son
legión los sabios y los entendidos que deben asumir su propia responsabilidad
por este desenlace. Después de todo, los tecnócratas y los populistas tienen
algo en común y es su aversión al debate: unos, porque poseen la única solución
racional para cada problema; y los otros, porque sólo ellos expresan la voz del
pueblo.
En esto estamos y de ahí que
resulte necesario y urgente tomar conciencia de las razones de fondo que han
llevado a la emergencia del término posverdad. Indica a su modo que se viene
cerrando una época y sería grave ignorarlo, por poco que nos gusten las
personas como Trump.
Politólogo, fue secretario de
Cultura de la Nación
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