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Mario Rufer
¿Cuál es la probabilidad estadística de
que suceda un siniestro dos horas después de un simulacro? ¿Y cuál la
probabilidad de que en la misma fecha del sismo más devastador de la
historia de un país, pero tres décadas después, vuelva a suceder?
Cualquier matemático dirá que, en ambos casos, la respuesta es cercana a
cero. Es “casi” imposible. Y sin embargo, las dos cosas acontecieron en
México el pasado martes 19 de septiembre, cuando se cumplían
exactamente 32 años del devastador temblor de 1985.
Son las 13.14 horas, estoy con cuatro
estudiantes en mi cubículo de la Universidad Autónoma Metropolitana en
una asesoría sobre sus tesis. En realidad conversábamos sobre la
derechización del mundo, sobre el retroceso de los derechos, con esa
manía de creernos sabios por un rato. Súbitamente mi silla salta, casi
lúdica. Salta la biblioteca y veo caer mis libros. Se cierra de un jalón
la puerta. Pensé: es una broma. ¿Acabamos de evacuar la universidad
hace dos horas por el simulacro obligatorio en todas las instituciones
públicas y ahora está temblando? Algo que aprendí en los 15 años que
llevo en México es que el tiempo de duración de un sismo comparte algo
con la escala que mide su intensidad: reclaman una imaginación
logarítmica, no aritmética. Cualquier mexicano de más de veinte años ha
pasado por algún temblor fuerte y sabe bien que esos cincuenta segundos
promedio que dura, no son jamás los cincuenta segundos que se tarda en
caminar del salón de clases al baño. Parecen siglos, parecen más bien
poliedros de tiempo. Alguien grita “está temblando cabrón”. La alerta
sísmica, esos mentados 50 segundos que separan al aviso de sismo de sus
primeras ondas sensibles, esta vez brilló por su ausencia. Sonó en el
simulacro, pero la realidad no avisa.
Salimos de la oficina, nos tambaleamos.
Veo a mis estudiantes enfrente mezclados con otra gente: profesores,
otros estudiantes, administrativos, todos en un baile descompasado e
involuntario. La estructura de un edificio se queja durante un sismo.
Los arquitectos dirán “trabaja”: pero en realidad habla. Suena, cruje,
ruge con sonidos extraños que lo envuelven todo. Pedagogía nacional de
tres lemas: no corro, no grito, no empujo. Todos lo aprendimos. También
los extranjeros. Ni siquiera hablamos, nos miramos consternados. Sabemos
que esto es fuerte. Apenas nos mantenemos en pie. Llego a la escalera:
punto crítico. ¿Es seguro bajar? La distinción entre la idea y el acto
sólo puedo hacerla ahora que narro. En ese momento no sé qué vino antes o
después. Yo ya estaba en las escaleras. Aferrado a la baranda no pude
mantenerme de pie. Me caí. Un estudiante me ayudó a levantarme, casi
sucumbimos ambos, “vamos profe, rápido”. Llegamos, no tengo registro de
cómo, a la planta baja. Todos pensábamos: esto se cae (sin confesarlo,
por supuesto. Al performativo ante todo se le teme). Llegar al patio
central, el “punto seguro” bajo el cielo infinito que es lo único que no
amenaza con venirse encima, se asemeja al viaje del personaje de Eco en
La isla del día de antes: parece siempre estar atrás, ayer, lejos.
Foto: DPA
La imagen desde los vitrales de adentro era distopiana: en el patio,
estudiantes y maestros estaban arrodillados en el piso o literalmente a
gatas, “en cuatro patas” sobre el pasto húmedo. No era por agotamiento
ni por una genuflexión voluntaria, sino porque no podían mantenerse
erguidos y quien no tuvo cómo sostenerse de un árbol -lo único que hay
en el patio central-, se agachó y tocó la tierra con las manos: la
tierra viva, la tierra vive. La tierra serpentea. El temblor amaina y
sin embargo la onda sigue. Los árboles altos y robustos se bambolean
soberbiamente. El edificio se calma, regresa a su forma original como un
animal viejo que vuelve de una convulsión. Lento y cansado. Aún nadie
se atreve a hablar. Miro a mis estudiantes, a mis colegas, a mis afectos
de todos los días: sí, estamos enteros. Estamos vivos.
En cincuenta segundos todo gira. No hay
luz, no hay ya líneas de teléfono. Pero hay San Internet. “Fue de 7
puntos”. “Imposible, esto estuvo de la chingada, por lo menos fue de 8”.
“No, fue de 7 pero epicentro en Morelos”. “¿Morelos? ¡Eso es aquí a un
paso!” “No puede ser. No hay fallas en Mor.” “No jodan, ya reportan un
edificio caído en Condesa”. “¡No puede ser, se derrumbó una escuela aquí
cerca.!” Altavoces: “hay que desalojar inmediatamente la universidad”.
Una amiga me ofrece generosamente
llevarme a casa (en un momento como ese todo lo que uno quiere es
“llegar a casa”, sea lo que fuere que asignemos con ese nombre. Por
ende, también la generosidad del gesto es logarítmica en esa instancia).
Por supuesto, todo está colapsado. Las calles imposibles. Todos quieren
llegar, abrazar, ser abrazados. La sensación de vulnerabilidad es total
cuando la tierra se sacude la modorra. El sol es inclemente y radiante
como sólo “la región más transparente” nos regala. En el dial la
información comienza a fluir lentamente. Lo más temido: sí, hay
edificios caídos. Eso es sinónimo de lo más duro: hay muertos. Mi amiga y
cómplice de toda mi vida en México escribe en el chat de nuestro grupo
universitario: “Se cayó mi casa, pero estoy bien”. Nunca voy a olvidar
lo que me produjo leer eso. ¿Sabremos lo que es, alguna vez en la vida,
quedarse sin casa en cincuenta segundos, poder escribirlo y acto seguido
corregir con el adversativo “pero estoy bien”?
Pero estábamos bien.
Fue al otro día, ayer, que viví lo más
impactante. Fui a comprar medicamentos y agua, como miles de ciudadanos
lo hicieron, para llevar a los centros de acopio ya organizados. El
señor gentil y anciano de la “tienda de abarrotes” (como se le dice en
México a los viejos almacenes de barrio) en la esquina de mi casa, había
puesto decenas de galones de agua en la vereda con la leyenda “Para
donar”. Tomé uno. “¿Cuánto es?” “Nada. Son para dar. Llévelos a los
acopios, yo no tengo cómo ir”. “Gracias señor. ¿Cómo puedo comprobarle
que en efecto lo doné?” Me miró fijo: “Donándolo”. Otro tiempo entró
entonces: antes que el Estado, que la Marina, que Defensa Nacional, se
volcó la gente. Me acordé de una clase con un gran profesor que tuve en
El Colegio de México: “El Estado administra un habitus. Por eso nunca
puede administrar una tragedia. Eso sólo lo hace un pueblo”. Entonces vi
a las brigadas, a los cientos y cientos de jóvenes bajo la torrencial
lluvia del día después haciendo cadenas de acopio, a la gente que sin
pensarlo llegó en pesero o caminando o en bicicleta y donó lo que tenía
(no lo que le sobraba), a las filas interminables de personas anotándose
en las brigadas, a mis propios estudiantes con el cuerpo doblegado por
el agotamiento ayudando a remover escombros con más de 24 horas sin
haber pisado su casa y ahorrando al máximo el agua potable porque los
heridos la necesitan más que ellos.
Quince años después, creo haber conocido
el país en el que vivo. Esta es una lección inclaudicable que México
dicta al mundo una y otra vez: a pesar de todo, hay aquí un pueblo. Una
voluntad de pueblo. Y eso, como el amanecer, no es poco.
Este material se compartió con autorización de La Nación
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