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En las próximas elecciones daré por ahora mi voto para la presidencia de AMLO, considero que se trata de una posible opción, quizás la más extendida, opción que tiene un déficit pronunciado: Morena funciona como una versión honesta, no corrupta -no excesivamente corrupta- de un partido dirigido, supervisado y controlado sólo por una persona. Colocar a Andrés Manuel López Obrador como el salvador del desastre que estamos viviendo, un lugar que AMLO fomenta, propicia y protege, deja de lado lo que ocurrió con los lideratos "progresistas" en América Latina, incluyendo allí el destino del más honesto como Mugica en Uruguay ¿Cómo fue que regímenes "progresistas" fueron o son desplazados por proyectos ultra neoliberales? Otra pregunta ¿Cómo es que AMLO, a pesar de Morena, no busca, no solicita convocar a otros mediante un encuentro, incluido el tema electoral? En lugar de quejarse de los zapatistas, sería pertinente ir y dialogar con ellos, dialogar en público o dialogar con los movimientos sociales que han estallado a lo largo y ancho del país. Conviene tomar nota de un hecho: el surgimiento de un electorado convocado por la "derecha" encarnada en el PAN y perfilada trás la figura de Margarita Zavala ¿Volveremos a reiterar el error, el horror cometido ante Felipe Calderón a quien se despreció como aglutinante de votos en las ciudades? Por estas preguntas considero pertinente publicar este artículo de Nancy Fraser respecto de las opciones que se presentaron en los EEUU: un neoliberalismo "progresista", una especie de amo bueno para protegernos del ogro de la corrupción del amo malo.
El final del neoliberalismo “progresista” por Nancy Fraser
12/01/2017
La elección de Donald Trump es una más de una serie de
insubordinaciones políticas espectaculares que, en conjunto, apuntan a un
colapso de la hegemonía neoliberal. Entre esas insubordinaciones, podemos
mencionar, entre otras, el voto del Brexit en el Reino Unido, el rechazo de las
reformas de Renzi en Italia, la campaña de Bernie Sanders para la nominación
Demócrata en los EEUU y el apoyo creciente cosechado por el Frente Nacional en
Francia. Aun cuando difieren en ideología y objetivos, esos motines electorales
comparten un blanco común: rechazan la globalización gran-empresarial, el
neoliberalismo y al establishment político que los ha promovido. En todos los
casos, los votantes dicen “¡No!” a la letal combinación de austeridad, libre
comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado que resulta
característica del actual capitalismo financiarizado. Sus votos son una
respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, crisis que
saltó por primera vez a la vista de todos con la casi fusión del orden
financiero global en 2008.
Sin embargo, hasta hace poco, la repuesta más común a esta crisis
era la protesta social: espectacular y vívida, desde luego, pero de carácter
harto efímero. Los sistemas políticos, en cambio, parecían relativamente
inmunes, todavía controlados por funcionarios de partido y elites del
establishment, al menos en los estados capitalistas poderosos como los EEUU, el
Reino Unido y Alemania. Pero ahora las ondas electorales de choque reverberan
por todo el planeta, incluidas las ciudadelas de las finanzas globales. Quienes
votaron por Trump, como quienes votaron por el Brexit o contra las reformas
italianas, se han levantado contra sus amos políticos. Burlándose de las
direcciones de los partidos, han repudiado el sistema que ha erosionado sus
condiciones de vida en los últimos treinta años. Lo sorprendente no es que lo
hayan hecho, sino que hayan tardado tanto.
No obstante, la victoria de Trump no es solamente una revuelta
contra las finanzas globales. Lo que sus votantes rechazaron no fue el
neoliberalismo sin más, sino el neoliberalismo progresista. Esto puede sonar
como un oxímoron, pero se trata de un alineamiento, aunque perverso, muy real:
es la clave para entender los resultados electorales en los EEUU y acaso
también para comprender la evolución de los acontecimientos en otras partes. En
la forma que ha cobrado en los EEUU, el neoliberalismo progresista es una
alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales
(feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ), por un
lado, y, por el otro, sectores de negocios de gama alta “simbólica” y sectores
de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esta alianza, las
fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo
cognitivo, especialmente la financiarización. Aunque maldita sea la gracia, lo
cierto es que las primeras prestan su carisma a este último. Ideales como la
diversidad y el “empoderamiento”, que, en principio podrían servir a diferentes
propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado devastadoras para la
industria manufacturera y para las vidas de lo que otrora era la clase media.
El neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU durante
estas tres últimas décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de Bill
Clinton en 1992. Clinton fue el principal ingeniero y portaestandarte de los
“Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de
Tony Blair. En vez de la coalición del New Deal entre obreros industriales
sindicalizados, afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva
alianza de empresarios, suburbanitas, nuevos movimientos sociales y juventud:
todos proclamando orgullosos su bona fides moderna y progresista, amante de la
diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres. Aun cuando la
administración Clinton hizo suyas esas ideas progresistas, cortejó a Wall
Street. Pasando el mando de la economía a Goldman Sachs, desreguló el sistema
bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización.
Lo que se perdió por el camino fue el Cinturón del Óxido, otrora bastión de la
democracia social del New Deal y ahora la región que ha entregado el Colegio
Electoral a Donald Trump. Esa región, junto con nuevos centros industriales en el
Sur, recibió un duro revés cuando la financiarización más desatada campó a sus
anchas en el curso de las pasadas dos décadas. Continuadas por sus sucesores,
incluido Barak Obama, las políticas de Clinton degradaron las condiciones de
vida de todo el pueblo trabajador, pero especialmente de los empleados en la
producción industrial. Para decirlo sumariamente: Clinton tiene una pesada
responsabilidad en el debilitamiento de las uniones sindicales, en el declive
de los salarios reales, en el aumento de la precariedad laboral y en el auge de
las familias con dos ingresos que vino a substituir al difunto salario
familiar.
Como sugiere esto último, al asalto a la seguridad social le dio
lustre un barniz de carisma emancipatorio prestado por los nuevos movimientos
sociales. Durante todos los años en los que los se abría un cráter tras otro en
su industria manufacturera, el país estaba animado y entretenido por una
faramalla de “diversidad”, “empoderamiento” y “no-discriminación”.
Identificando “progreso” con meritocracia en vez de igualdad, con esos términos
se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres
“talentosas”, minorías y gays en la jerarquía empresarial del
quien-gana-se-queda-con-todo, en vez de con la abolición de esta última. Esa
comprensión liberal-individualista del “progreso” vino gradualmente a
reemplazar a la comprensión anticapitalista –más abarcadora, anti jerárquica,
igualitaria y sensible a la clase social— de la emancipación que había
florecido en los años 60 y 70. Cuando la Nueva Izquierda menguó, su crítica
estructural de la sociedad capitalista se marchitó, y el esquema mental
liberal-individualista tradicional del país se reafirmó a sí mismo al tiempo
que se contraían las aspiraciones de los “progresistas” y de los sedicentes
izquierdistas. Pero lo que selló el acuerdo fue la coincidencia de esta
evolución con el auge del neoliberalismo. Un partido inclinado a liberalizar la
economía capitalista encontró su compañero perfecto en un feminismo empresarial
centrado en la “voluntad de dirigir” del leaning in o en “romper el techo de
cristal”.
El resultado fue un “neoliberalismo progresista”, amalgama de
truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización. Fue esa
amalgama la que desecharon in toto los votantes de Trump.
Prominentes entre los dejados atrás en este bravo mundo cosmopolita eran los
obreros industriales, desde luego, pero también ejecutivos, pequeños
empresarios y todos quienes dependían de la industria en el Cinturón Oxidado y
en el Sur, así como las poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la
droga. Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el
insulto del moralismo progresista, que se acostumbró a considerarlos
culturalmente atrasados. Rechazando la globalización, los votantes de Trump
repudiaban también el liberalismo cosmopolita identificado con ella. Algunos
–no, desde luego, todos, ni mucho menos— quedaron a un paso muy corto de culpar
del empeoramiento de sus condiciones de vida a la corrección política, a las
gentes de color, a los inmigrantes y los musulmanes. A sus ojos, las feministas
y Wall Street eran aves de un mismo plumaje, perfectamente unidas en la persona
de Hillary Clinton.
Lo que hizo posible esa combinación fue la ausencia de cualquier
izquierda genuina. A pesar de arrebatos periódicos como Occupy Wall Street, que
se rebeló efímero, no ha habido una presencia sostenida de la izquierda en los
EEUU desde hace varias décadas. Ni se ha dado aquí una narrativa abarcadora de
izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios de los votantes de Trump
con una crítica efectiva de la financiarización, por un lado, y con la visión
antirracista, antisexista y antijerárquica de la emancipación, por el otro.
Igualmente devastador resultó que se dejaran languidecer los potenciales
vínculos entre el mundo del trabajo y los nuevos movimientos sociales.
Divorciados el uno del otro, estos indispensables polos de cualquier izquierda
viable se alejaron indefinidamente hasta llegar a parecer antitéticos.
Al menos hasta la notable campaña de Bernie Sanders en las
primarias, que bregó por unirlos luego del relativo pinchazo de la consigna
“Las Vidas Negras Cuentan”. Haciendo estallar el sentido común neoliberal
reinante, la revuelta de Sanders fue, en el lado Demócrata, el paralelo de
Trump. Así como Trump logró dar el vuelco al establishment Republicano, Sanders
estuvo a un pelo de derrotar a la sucesora ungida por Obama, cuyos apparatchiks
controlaban todos y cada uno de los resortes del poder en el Partido
Demócrata. Entre ambos, Sanders y Trump, galvanizaron una enorme mayoría del
voto norteamericano. Pero sólo el populismo reaccionario de Trump sobrevivió.
Mientras que él consiguió deshacerse fácilmente de sus rivales Republicanos,
incluidos los predilectos de los grandes donantes de campaña y de los jefes del
Partido, la insurrección de Sanders fue
frenada eficazmente por un Partido Demócrata mucho menos democrático. En el
momento de la elección general, la alternativa de izquierda ya había sido suprimida.
La opción que quedaba era un tómalo o déjalo entre el populismo reaccionario y
el neoliberalismo progresista: elijan el color que quieran, mientras sea negro.
Cuando la sedicente izquierda cerró filas con Hillary, la suerte estaba echada.
Sin embargo, y de ahora en más, este es un dilema que la izquierda
debería rechazar. En vez de aceptar los términos en que las clases políticas
nos presentan el dilema que opone emancipación a protección social, lo que
deberíamos hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del vasto y
creciente fondo de revulsión social contra el presente orden. En vez de
ponernos del lado de la financiarización-cum-emancipación contra la protección
social, lo que deberíamos hacer es construir una nueva alianza de emancipación
y protección social contra la finaciarización. En ese proyecto, que construiría
sobre terreno preparado por Sanders, emancipación no significa diversificar la
jerarquía empresarial, sino abolirla. Y prosperidad no significa incrementar el
valor de las acciones o el beneficio empresarial, sino la base de partida de
una buena vida para todos. Esa combinación sigue siendo la única respuesta de
principios y ganadora en la presente coyuntura.
En lo que a mí hace, no derramé ninguna lágrima por la derrota del
neoliberalismo progresista. Es verdad: hay mucho que temer de una
administración Trump racista, antiinmigrante y antiecológica. Pero no
deberíamos lamentar ni la implosión de la hegemonía neoliberal ni la demolición
del clintonismo y su tenaza de hierro sobre el Partido Demócrata. La victoria
de Trump significa una derrota de la alianza entre emancipación y
financiarización. Pero esta presidencia no ofrece solución ninguna a la
presente crisis, no trae consigo la promesa de un nuevo régimen ni de una hegemonía
segura. A lo que nos enfrentamos más bien es a un interregno, a una situación
abierta e inestable en la que los corazones y las mentes están en juego. En
esta situación, no sólo hay peligros, también oportunidades: la posibilidad de
construir una nueva Nueva Izquierda.
Mucho dependerá en parte de que los progresistas que apoyaron la
campaña de Hillary sean capaces de hacer un serio examen de conciencia.
Necesitarán librarse del mito, confortable pero falso, de que perdieron contra
una “panda deplorable” (racistas, misóginos, islamófobos y homófobos)
auxiliados por Vladimir Putin y el FBI. Necesitarán reconocer su propia parte
de culpa al sacrificar la protección social, el bienestar material y la
dignidad de la clase obrera a una falsa interpretación de la emancipación
entendida en términos de meritocracia, diversidad y empoderamiento. Necesitarán
pensar a fondo en cómo podemos transformar la economía política del capitalismo
financiarizado reviviendo el lema de campaña de Sanders –“socialismo democrático”—
e imaginando qué podría ese lema significar en el siglo XXI. Necesitarán, sobre
todo, llegar a la masa de votantes de Trump que no son racistas ni próximos a
la ultraderecha, sino víctimas de un “sistema fraudulento” que pueden y deben
ser reclutadas para el proyecto antineoliberal de una izquierda rejuvenecida.
Eso no quiere decir olvidarse de preocupaciones acuciantes sobre
el racismo y el sexismo. Pero significa molestarse en mostrar de qué modo esas
inveteradas opresiones históricas hallan nuevas expresiones y nuevos
fundamentos en el capitalismo financiarizado de nuestros días. Rechazando la
idea falsa, de suma cero, que dominó la campaña electoral, deberíamos vincular
los daños sufridos por las mujeres y las gentes de color con los experimentados
por los muchos que votaron a Trump. Por esa senda, una izquierda revitalizada
podría sentar los fundamentos de una nueva y potente coalición comprometida a
luchar por todos.
Nancy Fraser es una profesora de filosofía y política en la New
School for Social Research de Nueva York. Su último libro: Fortunes of
Feminism: From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis (Londres, Verso,
2013).
Fuente:
https://www.dissentmagazine.org/online_articles/progressive-neoliberalism-reactionary-populism-nancy-fraser.
Traducción: María Julia Bertomeu
Historia
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