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“Son enemigos” Ayotzinapos,
Tlatlayanenses, Judíos, Periodistas, Fotógrafos, Niños, Mujeres… subversivos,
terroristas, delincuentes...
Subo este texto de Pilar
Calveiro. Lo tomo de la revista digital “Haroldo
Contí. Diálogo con el pasado y el presente”. Revista del Centro Cultural de la
Memoria Haroldo Contí (http://revistaharoldo.com.ar/nota.php?id=51). Haroldo Contí
poeta, militante de la organización guerrillera Montoneros, secuestrado y desaparecido
por la dictadura cívico militar de la
Argentina en 1976.
El texto trata de un tema tocado por el análisis de Lacan y sobre el cual, los analistas elaboramos diversas
concepciones en la teoría del análisis y de las curas analíticas. Siendo muy
simple el tema del otro es el tema del semejante: no se trata solo de
descubrirnos en el espejo –una imagen de nuestro cuerpo- imagen que reconocemos
a veces como siendo la nuestra.
José
Luis Cuevas, pintor, tiene dificultades con la misma, por eso confiesa en
público que casi todos los días debe bosquejar su autoretrato para fijar su
imagen; en el gimnasio algunos asistentes no dejan de estar viendo al espejo
quizás con el temor de no alcanzar esa imagen o de que esa imagen se borre o
peor aún pretenden borrar esa imagen pues no les gusta. Al mismo tiempo la
imagen del semejante es la de otr@ human@ que no somos nosotros, él tiene
existencia, si en un partido de fútbol no reconocemos a los semejantes que
juegan en el otro equipo y que están dotados de capacidades semejantes a las
nuestras, es posible que no logremos jugar bien o que los semejantes llenen de
goles nuestra portería.
Hoy en la actualidad el régimen
neoliberal del capitalismo ha introducido, aquí y allá, formas y prácticas para
eliminar o combatir o despreciar el semejante, Donald Trump lo muestra y lo
indica a cada rato, para colmo con eso ha logrado sobresalir y competir por la
posibilidad de ocupar la candidatura presidencial de los republicanos en los
EEUU. En el México actual la guerra contra el narco y contra el naco tráfico
está organizada por esa misma cuestión: indicar que los jóvenes asesinados no
son semejantes, son una cosa terrible a descartar de nuestras vidas como lo han
hecho con los 43 estudiantes de Ayotzinapa –“Esos no son verdaderos estudiantes,
recibieron lo que buscaron…”
La actual “política del
espectáculo” se organiza a partir de decretar como enemigo al semejante. “Son
enemigos”: Ayotzinapos, Tlatlayanenses, Judíos, Periodistas, Fotógrafos, Niños,
Mujeres… subversivos, terroristas, delincuentes... Es por ese y otros motivos
que conviene leer a Pilar Calveiro quien realiza sus investigaciones en México
La despolitización del otro por
Pilar Calveiro
El "enemigo" se
configura de maneras específicas, según las sociedades y los momentos
históricos. Sin embargo hay una matriz, un formato al que se recurre para
eliminar esa supuesta amenaza. En este ensayo, la politóloga argentina traza un
recorrido para comprender cómo opera esta construcción que facilita el acto de
excluir a determinados grupos sociales como sujetos ciudadanos primero, como
sujetos de derecho después y finalmente como sujetos morales.
Cuando los investigadores de la
Escuela de Frankfurt emprendieron el estudio del autoritarismo, iniciaron su
trabajo con una investigación específica sobre el antisemitismo. Sin embargo,
según el propio Adorno, fueron cambiando su foco de atención para centrarse de
una manera más general en la construcción del prejuicio dirigido a cualquier
grupo considerado minoritario; es decir, observaron cómo se realiza la
construcción del Otro a excluir y eventualmente eliminar.
Según su estudio, ese proceso
inicia con la creación de un “enemigo imaginario”, un estereotipo del Otro, que
tiene poca o ninguna relación con lo que efectivamente es, dentro del que se
inscribe implacablemente una multiplicidad de “otros” a los que, siendo
diversos, se los trata como si conformaran en conjunto una masa homogénea. Este
Gran Otro, genérico y falso, se presenta como un enemigo despreciable y
peligroso a la vez. Ambas cualidades, una sobre la otra, intentan justificar el
deseo y la supuesta necesidad de destruirlo. La condición “amenazante” del Otro
se incrementa por una suerte de ubicuidad -ya que puede estar en cualquier
parte- y por cierta intrusión -dado que penetraría insidiosamente en el mundo
“decente”-, así que su destrucción se presenta como imperiosa para evitar que
Él nos destruya a Nosotros. Este enfrentamiento entre los “otros” y “nosotros”
organiza todo el campo social, a la vez que invierte la relación, haciendo ver
como un peligro para la sociedad al grupo que, en verdad, es el que está siendo
amenazado. En consecuencia, se responsabiliza a la víctima del castigo, que
supuestamente merece, y que nunca es suficiente.
Estas serían las características
principales de una especie matriz general para la construcción del Otro, en
términos genéricos, que se ha configurado de maneras específicas, según las
sociedades y los momentos históricos en los que se ha recurrido a este
“formato” para la eliminación de un grupo social.
Los nazis construyeron al Otro,
en torno a la figura del judío, lo cual no quiere decir que sólo los judíos
fueran objeto de extermino sino que en El judío se concentraron todos los
rasgos de “lo otro” considerado despreciable y peligroso por el
nacionalsocialismo alemán.
Enzo Traverso señala que los
nazis no vieron a los judíos como un pueblo atrasado o salvaje, sino como un
enemigo, que podía guiar a una especie de “internacional de subhombres”, como
los eslavos, en contra de la civilización. Los consideraban como el cerebro de
un posible Estado de esos “subhombres”, reuniendo así los componentes
despreciativos y amenazantes planteados por Adorno. A su vez, invertían la
condición de los amenazados al presentarlos como amenaza potencial. Por lo
tanto, su eliminación “adquiría la dimensión grandiosa de un combate regenerador”
de lo que ellos, como muchos otros en Europa, entendían por Occidente. El
objetivo de la pureza racial, asumido como válido, utilizaba un argumento y una
práctica biopolítica para un clásico objetivo político-militar: la conquista de
Europa Oriental. De manera que no era suficiente una política antisemita dentro
de Alemania sino que la misma debía inscribirse en una situación de guerra que
permitiera ese objetivo. La guerra de conquista y el arrasamiento de
poblaciones enteras se potenciaba con el componente racial.
El racismo nazi se fusionó con un
rasgo político central de la sociedad europea de entreguerras: el
anticomunismo. Los nazis retomaron la figura del judeobolchevique, desarrollada
por la cultura conservadora, para la cual el bolchevismo se “biologizó”,
representándolo como una enfermedad contagiosa cuyos bacilos no eran otros que
los revolucionarios judíos. De esta manera, el nazismo asimiló toda diferencia
racial bajo el “paraguas” de la lucha antisemita; asimiló cualquier resistencia
a su afán imperialista con el “cerebro” judío capaz de liderarla y por último
asimiló la oposición política de su enemigo principal, el comunista, con el
otro racial, a través de la figura del judeobolchevique. Así, en palabras del
propio Traverso, sintetizó el enfoque racista de la alteridad judía y la
biologización de la subversión política, ambos preexistentes, pero hasta
entonces disociados, uniéndolos en una política de expansionismo imperial, ya
no en el mundo colonial, sino dentro mismo del continente europeo. Es decir,
articuló sus objetivos políticos, los encubrió y los disimuló dentro de una
política racial que contaba con mayor consenso dentro y fuera de Alemania
Opera así una despolitización del
otro que facilita el acto de excluirlo como sujeto ciudadano primero, como
sujeto de derecho después y finalmente como sujeto moral.
Al realizar todas estas
asimilaciones lo hizo sustrayendo del primer plano los objetivos y las
identidades políticas para colocar allí al judío, como una suerte de
síntesis-parapeto de otras alteridades políticas, sexuales, nacionales.
Construyó un otro principalmente racial, como paraguas para eliminar
simultáneamente al gitano, al eslavo, al homosexual, pero también al comunista
y al disidente, todos comprendidos como casos de “degradación” de la especie.
Opera así una despolitización del otro que facilita el acto de excluirlo como
sujeto ciudadano primero, como sujeto de derecho después y finalmente como
sujeto moral.
La despolitización del otro-
Revista Haroldo |
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El Otro racial, el Otro político
En este sentido, la construcción
de un Otro racial –que se sobrepone al Otro político- como ocurre en el caso
nazi, reconoce diferencias, en principio importantes, con respecto a la
construcción del Otro disidente-subversivo, que se realizó en el contexto de la
llamada “guerra sucia” en nuestro país. Como todo proceso de exterminio, el
Terrorismo de Estado se sustentó en una lógica guerrera que, ante la
inexistencia de una guerra como tal, la inventó declarándola: la “guerra
antisubversiva”.
Es cierto que las organizaciones
armadas de los setenta esgrimían también argumentos bélicos, como el de la
guerra popular y prolongada, que abonaron asimismo un recorrido antipolítico,
pero lo hicieron sólo como respuesta a una violencia estatal previamente
desatada y siempre muy superior, desde una posición claramente defensiva y
donde nunca se impuso la lógica de la eliminación sistemática e indiscriminada
de un otro definido como enemigo.
El Estado, en cambio, construyó
desde el discurso, pero sobre todo desde su práctica, una situación de guerra
efectiva, sin cuartel, contra un enemigo irreconciliable que era preciso
aniquilar, poniendo todo su potencial al servicio de esa guerra. Pudo así
definir al Otro que se proponía destruir: el subversivo, considerado como
enemigo interno pero “infiltrado”, es decir como alguien que representaba
intereses externos: un prójimo próximo que debía ser tratado como extranjero
extraño. El solo hecho de construir el problema en torno a la situación de
guerra es, en sí mismo, una primera forma de despolitización del conflicto
porque, si bien están claros los vínculos entre guerra y política, coloca el
enfrentamiento en la lógica bélica amigo-enemigo que cierra el debate, la
disidencia e incluso la insurgencia, como ámbitos propios de la política.
Es importante recordar aquí que
la figura de la insurgencia es interna a la política y que la resistencia
violenta contra un régimen que usurpa la soberanía popular –como fue el caso de
las dos dictaduras militares- ha sido reconocida como legítima no sólo por los
movimientos revolucionarios sino incluso por pensadores fundadores del
liberalismo como John Locke. La insurgencia, más que una suspensión es una
restitución de la política contra los regímenes dictatoriales que la proscriben
y la delincuencializan.
La guerra, en cambio, implica el
ejercicio puro de la violencia y se dirime por la capacidad militar de los
contendientes, dejando en un segundo plano el problema de la legitimidad o
ilegitimidad del orden político. Por ello impone a una despolitización de hecho
de los conflictos, obligando a las partes a centrar sus esfuerzos en matar o en
sobrevivir en lugar de trazar estrategias, celebrar alianzas y, sobre todo,
contraponer proyectos. Así pues, la construcción del problema efectivo de la
violencia política de los años setenta en torno a la figura de la guerra, marca
desde el vamos una intención despolitizadora por parte del Estado
La construcción del problema
efectivo de la violencia política de los años setenta en torno a la figura de
la guerra, marca desde el vamos una intención despolitizadora por parte del
Estado.
El hecho de inscribir la guerra
antisubversiva en el contexto de la DSN marcaba un límite a estos intentos de
despolitización, ya que remitía el conflicto interno al existente entre la
“civilización occidental” y el mundo comunista, recolocándolo casi
automáticamente en el campo político. Sin embargo, los esfuerzos por despolitizar
lo que era claramente político fueron constantes.
El “enemigo subversivo” se
construyó de una manera difusa, capaz de abarcar casi a cualquiera que tuviera
“ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana”, en palabras
del general Videla, lo que sea que esto quisiera decir. La lucha en su contra
se presentaba pues como un acto de defensa civilizatoria, de la familia, de la
religión, de los valores morales y, claro está, de la propiedad, que podía
resumirse en el famoso “Dios, familia y propiedad”, tríada que resultó al final
tan claramente triunfante, si se observa la sociedad actual, y cuya permanencia
victoriosa debería tranquilizar a los irritados “cruzados” de nuestro tiempo.
Se habló de subversión política,
sindical e incluso económica, alargando el concepto y haciéndolo más difuso,
para que cupiera en él un espectro social amplísimo, ajeno por completo a
cualquier hipótesis de guerra. A la vez, se invirtió un gran esfuerzo en tratar
de introducir la dupla “delincuente subversivo”, como forma de disolver la
identidad política en la delictiva. En esta misma dirección, incluso se trató
de asimilar la noción de subversivo con la de terrorista, ajena por completo a
los movimientos armados argentinos, que no se caracterizaron por el recurso del
terror como parte de sus acciones armadas.
La despolitización del otro-
Revista Haroldo |
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La despolitización del subversivo
mediante su asimilación a las categorías de delincuente y terrorista tuvo una
amplia caja de resonancia en las esferas de poder y en los medios de
comunicación de la época. Sin embargo, se trataba de un artilugio tan flagrante
que no logró, ni en su propia representación ni en el discurso, aislar
efectivamente el componente político. Así, de pronto, algún militar se refería,
por ejemplo, a “los delincuentes terroristas marxistas leninistas”, o en sus
documentos y comunicados oficiales se mencionaba a las bdsm, es decir, las
“bandas de delincuentes subversivos marxistas o montoneros”, asociando fatalmente
lo que intentaban disociar.
Pese a la torpeza de estos
intentos, los mismos tuvieron cierto éxito. No se puede olvidar que durante
muchos años, la reivindicación de los “desaparecidos” pasó principalmente por
su construcción como víctimas inocentes, es decir, por su despolitización,
incluso por parte de familiares y organismos de derechos humanos. Poco a poco
la memoria colectiva comenzó a rescatar y reaparecer las identidades políticas,
de manera que los intentos de despolitización no lograron predominar en la
memoria colectiva. Esto fue gracias al desmontaje de lo delictivo primero, de
lo arbitrario o casual después y a la reinstalación de la dimensión política
como parte de la lucha previa y posterior al terrorismo de Estado.
Hoy podemos afirmar, con
suficiente consenso social, que el subversivo que se intentó exterminar en
Argentina comprendía, en primer lugar, a los miembros de las organizaciones
armadas –que no terroristas- y a sus respectivos entornos, lo que alcanzaba a
numerosos militantes políticos y sindicales con niveles de vinculación a veces cercanos y a veces muy distantes de las
organizaciones guerrilleras. A continuación, incluía cualquier forma de
militancia política que interfiriera con el proyecto militar, como la protesta
sindical o la denuncia por la violación de derechos humanos, así como toda
militancia de base o proyecto de organización popular. Los marinos de la ESMA
afirmaban que dieron el golpe militar “para asumir el control del aparato del
Estado y ponerlo al servicio de una política de extermino de los activistas de
las organizaciones populares, tanto políticas como sindicales, estudiantiles y
de los distintos estratos de la sociedad que expresaran su adhesión a proyectos
de transformación social, calificados por las Fuerzas Armadas como contrarios
al ser nacional y al orden social natural”. Está claro pues que ese orden
social natural no es natural en absoluto
y que se refiere a un orden político específico.
Se podrían mencionar muchos
rasgos atribuidos al prototipo del subversivo, tal como se construyó en los
setenta, que refieren a cierto aspecto físico descuidado, promiscuidad sexual,
descuido de lo familiar y en especial de los hijos o ateísmo, por mencionar los
más vinculados al prejuicio, siempre moralizante. El elemento antisemita no
estuvo ausente de esta construcción y, también entonces, se asoció judío con
bolche y con subversivo, pero lo que constituyó al Otro como tal, es decir,
como eliminable fue, de manera principal, la militancia. El subversivo era el militante
activo, el que movilizaba, el que organizaba, el que resistía en la práctica,
detrás del cual se eliminó a familiares, vecinos, incluso víctimas casuales;
hubo un ensañamiento especial con los judíos, con los más pobres, con los
trotskistas, pero la figura del Otro fue una figura construida entonces y
reconocible hoy como claramente política: el Otro fue el militante, en especial
el militante armado al que, ayer como hoy, se pretendía desdibujar detrás de la
figura del delincuente.
En el momento actual el mundo
entero está subido por completo a una gran ola, supuestamente democrática, pero
que nos lleva a diferentes orillas. Y existen, dentro de esa ola, las voces que
proclaman nuevas guerras contra Otros subhumanos, despreciables y peligrosos.
De lo mencionado hasta aquí, se
desprende que el nazismo, como experiencia totalitaria con pretensiones de
dominio mundial, construyó un Otro racial para la eliminación de cualquier otro
disfuncional o disidente; que el terrorismo de Estado, como experiencia autoritaria
inscrita también en un proyecto de control global por parte del Occidente
capitalista, construyó un Otro que, aunque claramente político intentó
despolitizar. En efecto, es necesario arrebatar la condición ciudadana del otro
primero, es decir su condición política, para luego eliminarlo como sujeto
jurídico, privándolo de la protección de la ley y colocándolo en el margen de
la excepción. Una vez que estos dos momentos se consuman se abre la posibilidad
de la más radical desaparición del Otro.
Es por eso que Hannah Arendt
pensaba que la democracia podía ser una suerte de “vacuna” contra el
totalitarismo (y podríamos agregar nosotros, contra cualquier forma de
desaparición radical del Otro). Ella consideraba que, en la medida en la que el
colectivo social conservara su condición política, resultaría prácticamente
imposible arrebatarle las condiciones jurídica y moral. Por eso insistió tanto
en que la despolitización de la sociedad y su retracción al ámbito privado,
eran condición de posibilidad para el desarrollo del totalitarismo.
Por lo mismo, Arendt adivinaba la
persistencia de las “soluciones totalitarias” en un mundo de aislamiento
creciente, como el posterior a la Segunda Guerra, es decir, veía la posibilidad
de abolición de la política y el derecho en lo que podríamos considerar un puro
y permanente Estado de Excepción. Señalaba que esto, “como potencialidad y como
peligro siempre presente, es muy probable que permanezca con nosotros a partir
de ahora”, pero no parece haberlo pensado como una posibilidad interna,
constituyente de las democracias realmente existentes.
En este sentido, habría que
hacerse varias preguntas. En primer lugar, hasta qué punto las democracias
actuales lo son; en qué medida preservan u obstruyen la condición política y
jurídica de la sociedad que dicen representar y si son potencialmente capaces
de construir, en su seno mismo, un Otro prescindible y eliminable. En tal caso,
¿quién sería el Otro de las actuales democracias?
Como no podría intentar
desarrollar cada una de estas preguntas, daré por hecho que lo que llamamos
democracias debería considerarse, en muchos casos, como una variante de simples
oligarquías que garantizan el gobierno de los ricos. También partiré de que
esas oligodemocracias, con forma democrática y sustento oligárquico, tienden a
obstruir la condición política de nuestras sociedades antes que a alentarla.
Pasaré entonces a centrarme en la posibilidad de construcción del Otro, que es
nuestro tema de interés, dentro de estos sistemas políticos.
Las experiencias históricas antes
mencionadas -por tomar sólo dos de particular relevancia para nosotros-, nos
señala que los proyectos políticos totales y autoritarios se imponen por la
creación de una situación de guerra total, de exterminio, contra un Otro que se
muestra a sus contemporáneos como un sujeto degenerado, criminalizado,
despolitizado, incluso a pesar de la evidencia en sentido contrario. Así la
máxima expresión de la desaparición del Otro ocurre cuando se ha logrado
previamente su desaparición política, que allana el camino para las sucesivas
desapariciones que sobrevendrán.
No podemos hablar en términos
generales de “la democracia”, como si se tratara de un mismo proceso en
cualquier lugar del planeta o de América Latina. El fenómeno democrático juega
papeles muy distintos según las experiencias históricas específicas. En el
momento actual el mundo entero está subido por completo a una gran ola,
supuestamente democrática, pero que nos lleva a diferentes orillas. Y existen,
dentro de esa ola, las voces que proclaman nuevas guerras contra Otros
subhumanos, despreciables y peligrosos.
La despolitización del Otro -
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Sujetos potencialmente
eliminables
Hay dos “guerras” en curso,
declaradas por algunas supuestas “democracias”: la guerra antiterrorista y la
guerra contra lo que se ha dado en llamar “el crimen organizado”. Ambas definen
un enemigo vago, que se construye, como siempre, por agregación de una serie de
otros. La figura del terrorista concentra 1) a los miembros de grandes y
oscuras redes, como Al Qaeda o Boko Haram, en algunos casos con fuertes
indicios de su relación con las “democracias” que les han declarado la guerra
2) a los integrantes de organizaciones armadas muy diversas, algunas de carácter
nacional, a las que se les niega la condición de insurgentes y 3) otras de
resistencia lisa y llana a la invasión de su territorio nacional, como en el
caso palestino o afgano. Así, Bin Laden, un guerrillero colombiano, un
hombre-bomba irakí, un miliciano palestino o un resistente afgano se asimilan
bajo la figura del “terrorista” cruel, demente, despiadado, pero sobre todo,
despolitizado y delincuencializado, como si todos fueran lo mismo y como si
ninguno pudiera representar un proyecto político racional.
La figura del delincuente y del
“crimen organizado”, también opera por una agregación malintencionada que
permite incluir en la categoría de enemigo desde la bandita de desocupados que
se reúne para perpetrar simples atracos hasta las grandes redes del tráfico de
estupefacientes, de armas, de personas, de órganos, coludidas con las redes
legales de los mismos Estados que dicen haberles declarado la guerra. Por
supuesto persiguen y detienen a los primeros en el supuesto intento por atrapar
a los últimos. Ambos, terrorista y narco como las figuras paradigmáticas, se
construyen como sujetos menos que humanos y peligrosos, a quienes es preciso
exterminar. Ambos se construyen como un enemigo general, que amenaza a la
sociedad en su conjunto, haciendo recaer en ella la autorización para
masacrarlos. Pero estas guerras, de tolerancia cero, contra el terrorismo o el
crimen no hacen blanco en las cabezas de las redes entrelazadas con el poder
político hegemónico; hacen blanco o bien sobre las terminales de las redes,
sobre los pobres utilizados como instrumento, brazo ejecutor, cuerpo
prescindible, nuda vida, que las hace funcionar o bien contra los enemigos
políticos, incluidos por agregación dentro de tales categorías, necesariamente
flexibles y resbaladizas. Una y otra están al servicio de la actual
reorganización hegemónica brindando, en un caso, la justificación para toda
clase de intervención planetaria y, en el otro para toda clase de intervención
policiaca, a nivel internacional, nacional y local, para garantizar una
concentración y apropiación global de los recursos naturales, económicos y
tecnológicos, sin precedentes.
La seguridad planetaria y la
seguridad nacional, planteadas como prioridad en las agendas de buena parte de
las democracias globales son la contraparte de una nueva política del terror y
del miedo, según sea el caso, operada por redes estatal-corporativas. Si una de
las características que preceden a la eliminación del Otro es la inversión de
los términos, atribuyéndole la intención que anida en el propio Estado, hoy
penetrado, fragmentado y confundido con la gran red corporativa, es posible
afirmar que la guerra antiterrorista no es más que un dispositivo de producción
de terror y el combate contra la inseguridad conlleva la proliferación de la
inseguridad en todos los ámbitos de la sociedad.
Miedo y políticas de seguridad
son uno la contraparte de las otras, ambos constituyen fenómenos profundamente
políticos que se nos presentan “despolitizados”, así como los supuestos
enemigos “comunes”, que deberíamos estar dispuestos a enfrentar a cualquier
costo.
Frente a estas nuevas “guerras”,
todos somos sujetos potencialmente eliminables, aunque también es cierto que
unos lo son más que otros. La sola sospecha de pertenecer a una de esas redes,
la acusación de terrorista o delincuente, en verdaderos Estados de excepción
que confunden hecho y derecho, se considera “prueba” de la culpa que amerita la
suspensión de cualquier protección de la ley. No es una exageración, así ha
ocurrido con los secuestrados en Guantánamo, que pueden ser liberados después
de años de confinamiento y torturas, por falta de pruebas, o con los
desaparecidos en decenas de centros clandestinos de detención operados por la
CIA, con el consentimiento de los gobiernos supuestamente democráticos. De la
misma manera se suspenden y anulan los derechos de los “narcos” detenidos,
torturados, extraditados en procesos irregulares e incluso asesinados en los
propios centros de reclusión, sin protección alguna y sin que nadie responda
por sus bienes o por sus vidas.
Pero también cualquiera de
nosotros puede ser eliminado por estas mismas redes terroristas o mafiosas,
manipuladas por las estructuras centrales de acumulación de poder económico y
político, en la medida en la que nuestra acción o nuestra simple vida se
interponga con sus objetivos. Una bomba puede hacer saltar a cualquiera en las
torres gemelas o en las calles de muchas ciudades de México. Las imágenes se
repetirán interminablemente en la televisión y resaltarán nuestra indefensión.
Para el caso da lo mismo, ambas son funcionales para afirmar las hipótesis de
guerra que dan cabida al terror que paraliza, al miedo que desplaza, a la
violencia que neutraliza o anula cualquier obstáculo a esta gigantesca
operación de control político y económico del planeta.
Miedo y políticas de seguridad
son uno la contraparte de las otras, ambos constituyen fenómenos profundamente
políticos que se nos presentan “despolitizados”, así como los supuestos
enemigos “comunes”, que deberíamos estar dispuestos a enfrentar a cualquier
costo. Esta despolitización, esta retracción hacia lo privado es la mayor
garantía para la proliferación de pretendidas “guerras” contra Otros que somos
nosotros mismos, y que resultan tan funcionales al actual proceso de concentración
global. A primera vista, el totalitarismo nazi se presentaba como la
politización de todos los aspectos de la vida, en el sentido de la penetración
del Estado en todos los niveles de lo social, sin embargo consistió en una
despolitización radical que reducía lo político y lo social remitiéndolo a su
simple dimensión biológica. El terrorismo de estado, por su parte, trató de
desconocer que se disputaban modelos políticos distintos y, a través del miedo,
pretendió detener la política. Por su parte, el modelo de las democracias
globales se evidencia abiertamente como proceso de despolitización que
criminaliza los procesos sociales, asimilándolos a estas figuras de su entera
creación, para justificar una violencia eminentemente política. Se evidencia así
la contigüidad entre democracia y totalitarismo a la que se refirió Giorgio
Agamben.
Sin embargo, podemos decir que
las democracias realmente existentes hoy no se reducen a esta versión “gemela”
del totalitarismo. Existe una gran presión para orientarlas en esa dirección
pero se han ido construyendo también resistencias muy poderosas, en especial en
nuestra región.
Las democracias globales,
parientas cercanas del totalitarismo, propician: 1) el antipoliticismo –algunas
de cuyas manifestaciones más evidentes son el desprestigio de la política, el
descrédito y abandono del espacio público, la reducción de la política a su
dimensión administrativa, la despolitización de la sociedad y el
sobredimensionamiento del espacio privado- 2) el énfasis en la seguridad y las
llamadas políticas de tolerancia cero, en las “guerras contra el crimen” que
atemorizan a toda la sociedad, la expulsan de la calle, la colocan en posición
de vulnerabilidad extrema y en verdugo de sí misma, al empujarla a reclamar la
abolición de sus propias garantías y asumir prácticas policiacas para detener
una inseguridad cuya responsabilidad está en la base misma del Estado 3) la
aceptación del discurso antiterrorista y su priorización en la agenda de
seguridad internacional, dando por buenas las nociones de guerra y de
terrorismo, muchas veces ligado al narcoterrorismo para hacerlo más
visiblemente apolítico, como en el caso de Colombia y, más recientemente en
México.
En contraparte, es posible pensar
en alternativas democráticas que se propongan: 1) la dignificación de la
política como espacio referido a lo común y, en consecuencia, fuertemente
ligado a lo social; 2) el rechazo a la lógica según la cual toda política es
necesariamente corrupta, que tiende a confundir todas las prácticas igualándolas;
3) la refutación de las lógicas de guerra, con la consecuente construcción de
enemigos, y su suplantación por la identificación de luchas políticas
específicas; 4) el desmantelamiento de la paranoia social en torno a los problemas de seguridad, junto al
desmontaje de las redes delictivas protegidas por sectores del propio aparato
estatal; 5) el incremento de las políticas de solidaridad con los más
desprotegidos, los pobres, que lejos de ser demagógicas como se intenta hacer
creer para desprestigiarlas, rompen el ciclo de doble criminalización de los
sectores populares, es decir, rompen tanto el prejuicio contra los más humildes
como su utilización por parte de las grandes redes delictivas.
Estas orientaciones, presentes en
algunas de las democracias actuales son, en la medida de las posibilidades de
nuestro tiempo, contracorrientes que nos defienden de las guerras constructoras
de un Otro, detrás del cual se agrupan muchos otros, en definitiva nosotros,
como blanco privilegiados de la guerra, del terror y del miedo. Ese Otro
–judío, subversivo, terrorista, delincuente- se construye desde el poder pero
echando mano del imaginario colectivo, de nuestro propio imaginario. Por eso,
en cada momento, las sociedades tienden a dar credibilidad a la construcción
mentirosa del Otro, que parece muy distante y terminan por consentir, de
distintas maneras, con su eliminación. No nos damos cuenta que el terror y el
miedo se dirigen a nosotros a través de los Otros.
* Politóloga. Su último libro es
Violencias de Estado, Siglo XX Editores, 2012.
La despolitización del otro-
Revista Haroldo |
Bibliografía
ADORNO, Theodor W., et al.
Estudios sobre la personalidad autoritaria. Adorno, TW, Escritos sociológicos
II, vol. 1, Buenos Aires, 2009.
ARENDT, Hannah, Los orígenes del
totalitarismo, Madrid, Alianza Editorial, 1987.
CONADEP, Nunca más, Buenos Aires,
Eudeba, 1991.
GRAS, Martín, “Testimonio
presentado ante CADHU”, mimeo, 1980.
TRAVERSO, Enzo, La violencia
nazi, México, FCE, 2002.
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