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La banalidad del bien, Freud-Lacan-Foucault, texto subido por @sladogna,psicoanalista

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La banalidad del bien,p Por Leonardo Pinkler
               

Un interesante pasaje del Critón de Platón nos muestra una instancia ética frecuente a la que Sócrates responde de forma inhabitual: una vez sentenciado Sócrates a muerte por la democracia ateniense, acude su amigo Critón, de buena posición económica, y le dice que ya tiene todo “arreglado” con el carcelero y que puede escapar e irse de Atenas, a lo que Sócrates contesta que necesitaría una fuerte razón para hacerlo cuando toda su vida se dedicó a sostener la coherencia entre su acción y su palabra. Critón le dice entonces que si muere así, la mayoría va a pensar que no tuvo amigos que lo pudieren salvar. Y Sócrates le replica a su vez que nunca le pareció importante lo que juzga la mayoría. Y en este momento del diálogo surge el punto que queremos remarcar; Critón le dice: “Así que no te interesa la mayoría pero fíjate en qué circunstancia te ha puesto, ha decidido tu mal y tu muerte.” Y Sócrates responde: “Amigo Critón, ojalá fuesen capaces de hacer los más grandes males, porque serían capaces también de hacer los más grandes bienes. En cambio ahora, ni una cosa ni la otra”.

La tremenda realidad de que las peores cosas ocurren por la mecanicidad, el hábito y la hipocresía del “hombre decente” que con su” buena voluntad “decide hacer el bien”, y justifica acontecimientos de los que no se hace responsable. Esta banalidad del bien está contenida en la sentencia –atribuida a Oscar Wilde–: “Echarle la culpa del desastre del mundo a los malvados es subestimar a los imbéciles”. Pues los móviles de la decisión humana se sitúan habitualmente en la lábil dimensión de una interioridad que no tiene fundamento; y en su sentido originario la palabra “imbécil” significa “lo que no tiene sustento”, deriva del prefijo privativo in y baculum (apoyo).

En las tradiciones antiguas de las escuelas filosóficas de Oriente y Occidente se describe al ser humano como un autómata que vive en un estado que considera “despierto” pero que en realidad es de sonambulismo, según lo ha expresado Macedonio Fernández: “No toda es vigilia la de los ojos abiertos .” Y en términos de una sentencia de Heráclito: “Para los despiertos existe un único mundo común, en cambio los dormidos se vuelve cada uno al suyo particular (ídion).” (Fr. 89 DK). El carácter de lo particular –ídion– revela el idiotismo atávico del ser humano que se contenta ante todo con su propia visión subjetiva y desde su pequeña burbuja es capaz de juzgar de todo y de todas las cosas. Y en este estado los seres humanos trabajamos, educamos hijos, votamos, decidimos, hacemos guerras, escribimos libros y elaboramos nuestros más sólidos principios. Como parte de la educación del hombre civilizado, este estado de conducta mecánica lleva paulatinamente a la anestesia de los propios sentimientos y a una careta que cumple con sus funciones sociales mientras dice: “Lo siento mucho”. Es parte de la educación.

Y mientras tanto todo acontece y el sufrimiento más intenso y absurdo se disemina y multiplica como la peste. Pero si la persona tiene su cuota de aturdimiento diario y sus pantuflas están en su lugar a la hora de despertarse, nada la altera; excepto quizás una expresión de zozobra al ver las escenas distorsionadas que muestran las noticias: “¡Qué barbaridad!” La desidia como sentimiento ante el sufrimiento ajeno lleva a la convicción de que no existe un lazo entre lo que uno hace y piensa y lo que ocurre en la llamada realidad. Por el contrario, si se releen las primeras líneas de la obra de Artaud sobre Van Gogh se encuentra otra perspectiva:

“Se puede proclamar la buena salud mental de Van Gogh que durante toda su vida sólo se hizo asar una de las manos y, fuera de esto, no pasó de cortarse la oreja izquierda, en un mundo en que todos los días la gente come vagina cocinada con salsa verde, o sexo de recién nacido flagelado y enfurecido tomado tal como sale del sexo materno. Y no se trata de una imagen, sino de un hecho muy frecuente, repetido a diario, y cultivado en toda la extensión de la tierra.”
Pero esta lectura es hoy un entretenimiento intelectualizado desde las décadas que han sido marcadas por algunos como El crepúsculo del deber o la Modernidad líquida, en las que predomina aquel ser humano al que en Así habló Zaratustra Nietzsche llama “el último hombre, lo más despreciable”. Así denomina a un conjunto de seres pequeños, mezquinos, cansados incluso para morir, que afirman: “Hemos inventado la felicidad”. Se vanaglorian de la propia domesticación, de la ilusión del confort como mejor calidad de vida, de la prosperidad anunciada por la revolución industrial: “Han abandonado las comarcas donde era duro vivir”. La frase que sintetiza la sensibilidad de Nietzsche respecto de este nuevo modo de vida es contundente: “Todo se ha vuelto más pequeño […] y esto se debe a su doctrina acerca de la felicidad y la virtud”. Porque “la muerte de Dios” anunciada por Nietzsche no puede separarse del hombre que lo ha matado, del tipo de ser humano que habita en esta época. La última parte de Así habló Zaratustra enfatiza el hecho de que fue “el más feo de los hombres” el que mató a Dios; el hombre reactivo, decadente y resentido, que no está abierto a las fuerzas creativas, impera hoy en lugar de Dios.

El tener la conciencia tranquila para dormir bien es un logro muy accesible en la era de los psicofármacos y del imperio tecnológico. Nadie dice ya como Artaud que todos somos responsables de un crimen cometido por la sociedad; se expande como el consumo la sensación de que cada uno tiene que vivir su vida sin ocuparse de los demás, sin grandes ideales… y nadie es responsable de los males del mundo. Pero se mantiene la actitud bien pensante de no estorbar con opiniones de lo políticamente incorrecto, Es parte de la educación.
Tal como lo ha caracterizado Nietzsche en Schopenhauer como educador: “Al ser humano no se le permite más cultura que la necesaria para la adquisición y la participación en el tráfico general del mundo”. Ya el joven Nietzsche sostuvo lo que la obra posterior ampliará e intensificará: la denuncia de la sociedad humana basada en “la doma de la bestia hombre” emprendida por “los mejoradores de la humanidad”:

“llamar a la ‘doma’ de un animal su mejoramiento… La ‘bestia’ es debilitada, es hecha menos dañina, es convertida mediante el afecto depresivo del miedo, mediante el dolor (…) en un bestia enfermiza…” (El crepúsculo de los ídolos, “Los mejoradores de la humanidad”)

A tal estado de “domesticación obligada y voluntaria del hombre” el Nietzsche de los Fragmentos Póstumos del último período denomina “Civilización” y la opone a “Cultura”, advirtiendo: “no confundir el instinto de la decadencia con el de la humanidad; no confundir los medios disolventes de la civilización que necesariamente llevan a la decadencia, con los de la cultura”..
Esta mecanicidad de la cultura tiene en la ética preponderante la contraparte subjetiva de lo que Martín Heidegger ha pensado en relación a la esencia de la técnica que transforma todo en máquina, pero que el ser humano se convierta en mera máquina es –como lo muestra Heidegger en su escrito Das Gestell– algo siniestro. El desprejuiciado-liberado-hedonista-narcisita-autocentrado de la Europa crepuscular que ha determinado la mentalidad postmoderna y ha influenciado a los intelectuales de todo el mundo en las últimas décadas es la última versión de esta máquina deseante que cree seguir la ética del deseo cuando vive hipnotizado por los imperativos de una atmósfera colectiva asesina.
Por cierto que una máquina que se da cuenta de que es una máquina deja de ser una máquina, momentáneamente al menos. Pues hay en esta autoconciencia una salida que nos hace ingresar –como entendemos lo hace el verdadero pensar– en una situación de incomodidad que aumenta la sensibilidad al dolor y abomina a la vez de todo analgésico, mientras crece el deseo de más conocimiento. Y en esta línea se dividen las aguas entre aquellos que tienen idea de que en tanto seres humanos hacen cualquier cosa y tienen un deseo de transformación, y aquellos que están tan conformes consigo mismos que no tienen más necesidad de conciencia más allá de la que tienen. En este punto puede verse que además de la banalidad del ser mediocre que confunde su inoperancia con decencia existe otro tipo de ser humano que –contrariamente a las palabras de Sócrates– es capaz de hacer los más grandes males (no está incluido en la mayoría descripta en el texto de Platón) y los hace con el apoyo tácito de los hombres “decentes”.
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