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Prólogo:
¿Qué ocurre cuando un movimiento político hace de un objeto perdido la causa, el objeto causa de su movimiento? ¿Que piede con eso? No será esa posición una hipoteca que cae sobre la creatividad, cuya ausencia es notoria.
Acto o melancolía, Slavo Zizek
Sin embargo, lo significativo del objet petit a como "magnitud negativa" -por servirnos de un término kantiano- es no sólo que el vacío del deseo se corporiza paradójicamente en un objeto particular que sirve como sustituto suyo, sino sobre todo en la paradoja contraria: este mismo vacío/falta primordial funciona "sólo" en la medida en que se corporeiza en su objeto particular, es este objeto el que mantiene abierto el hueco del deseo.
Esta noción de “magnitud negativa" es también crucial cuando se trata de aprehender la revolución del cristianismo. Las religiones precristianas permanecen en el nivel de la sabiduría, acentúan la insuficiencia de todo objeto temporal finito, y predican la moderación en los placeres (debe evitarse un apego excesivo a los objetos finitos puesto que el placer es transitorio) o la retirada de la realidad temporal en nombre del verdadero divino que es lo único que puede proporcionar la bienaventuranza infinita.
El cristianismo, por el contrario, presenta a Cristo como un individuo mortal-temporal, e insiste en que la creencia en el acontecimiento temporal de la Encarnación es la única vía de verdad y salvación eternas.
En este sentido preciso, el cristianismo es una "religión del amor": en el amor, se da la primacía, se pone el centro, en un objeto temporal finito que "es más importante que cualquier otro". Esta misma paradoja está también presente en la específica noción cristiana de conversión y de perdón de los pecados: la conversión es un acontecimiento temporal que cambia la propia eternidad.
Como sabemos, en sus últimos años Kant formuló la noción de un acto nouménico de elección mediante el cual un individuo elige su carácter eterno: antes que su existencia temporal, es este acto el que delimita por anticipado los contornos de su destino terrenal. Sin el acto divino de la gracia, nuestro destino se mantendría inamovible, fijado para siempre por ese acto eterno de elección. La "buena nueva" del cristianismo es, sin embargo, que una conversión genuina hace posible, por así decirlo, repetir ese acto, y en consecuencia cambiar (deshacer los efectos) de la eternidad misma.
"¿Pensamiento post-secular?" ¡No, gracias!
Esa paradoja final del cristianismo es anulada por lo que hoy se presenta como "pensamiento post-secular", postura que encuentra su expresión más acabada en una cierta suerte de apropiación derridiana de Levinas. En contraste con la melancolía, en que el objeto aparece privado del (de la causa del) deseo de él, la postura "post-secular" reafirma el hiato entre el deseo y sus objetos, y nos pone en presencia de un anhelo mesiánico de lo Otro que está siempre "por venir", que trasciende cualquier objeto dado, mortificado por un espectro insistente que no puede materializarse nunca en una entidad existente, positiva, plenamente presente. Ambos coinciden, sin embargo, en impedir el acto, que carece de significado alguno en el pasivo estupor del melancólico, y que queda reducido en el entusiasmo post-secular a una intervención pragmática que nunca está a la altura de la demanda incondicional de lo Otro abismático.
El "pensamiento post-secular" admite sin reservas que la crítica modernista ha destruido los fundamentos de la onto-teología, la noción de Dios como ser supremo, etc. Pero ¿y sí el resultado final de este gesto desconstructivo fuera abrir la vía a una nueva forma posdesconstructiva e indesconstructible de espiritualidad, a la relación con una otredad incondicional que precede a la ontología? ¿Y si la experiencia fundamental del sujeto humano no fuera la de la autopresencia, la de la fuerza de la dialéctica mediación-apropiación de toda otredad, sino la de una pasividad primordial, una sensibilidad, una facultad de responder, de ser infinitamente deudor y responsable a la llamada de algo otro que nunca adquiere una configuración positiva, sino que permanece siempre oculto, huella de su propia ausencia? Aquí viene a cuento la ocurrencia de Marx a propósito de Proudhon en su Pobreza de la filosofía (en lugar de referirse a personas reales en sus circunstancias reales, la teoría social pseudohegeliana de Proudhon se refiere a esas circunstancias, pero privadas de las personas que les dan vida): en lugar de la matriz religiosa, con Dios como núcleo de ella, la desconstrucción post-secular se refiere a la matriz misma, privada de la figura positiva de Dios de la que depende.
La misma configuración se repite en la "fidelidad" de Derrida al espíritu del marxismo: "la desconstrucción nunca ha tenido sentido ni interés, al menos según mi parecer, más que como una radicalización, es decir también en la tradición de un cierto marxismo, en un cierto espíritu de marxismo". Lo primero que hay que señalar aquí (de lo que Derrida es sin duda plenamente consciente) es que esta "radicalización" descansa sobre la oposición tradicional entre letra y espíritu: reafirmar el espíritu auténtico de la tradición marxista quiere decir dejar atrás su letra (los análisis particulares de Marx y las medidas revolucionarias propuestas que están inevitablemente teñidas por la tradición de la ontología) con objeto de salvar de las cenizas la auténtica promesa mesiánica de liberación emancipatoria. Lo que no puede dejar de sorprendenos es la extraña proximidad de tal "radicalización" con (una cierta comprensión común de) la superación (Aufhebung) hegeliana en la promesa mesiánica, la herencia marxista es "superada"; su núcleo esencial es redimido por medio del propio gesto de superación de su propia forma particular y de la renuncia a ella. Y -aquí está lo esencial del problema, es decir, del método de Derrida- la cuestión es no sólo que hay que dejar atrás las formulaciones particulares de Marx y las medidas propuestas por él, y sustituirlas por otras formulaciones y medidas más adecuadas; sino sobre todo que la promesa mesiánica que constituye el "espíritu" del marxismo es traicionada por cualquier formulación particular, por cualquier traducción a medidas económico-políticas determinadas.
La premisa que subyace a la "radicalización" de Marx que lleva a cabo Derrida es que cuánto más "radicales" son esas medidas económico-políticas determinadas (hasta llegar a los campos de la muerte de los Jemeres Rojos o de Sendero Luminoso), menos radicales son realmente y más quedan atrapadas en el horizonte ético-político metafísico. En otras palabras, lo que la "radicalización" de Derrida significa es en cierta forma (más precisamente: en la forma práctica) exactamente lo contrario: la renuncia a toda medida política radical real.
La "radicalidad" de la política derridiana incluye un hiato irreductible entre la promesa mesiánica de "democracia por venir" y todas sus encarnaciones positivas: a causa de esta misma radicalidad, la promesa mesiánica sigue siendo para siempre una promesa, no puede traducirse nunca en un conjunto de medidas económico-políticas determinadas. La discrepancia entre el abismo de la Cosa indecidible y cualquier decisión particular es insalvable: nuestra deuda con el Otro no puede saldarse nunca; nuestra respuesta a su llamada no es nunca completamente adecuada. Esta posición se enfrenta con las tentaciones gemelas del pragmatismo sin principios y del totalitarismo, puesto que ambas eliminan aquel hiato. El pragmatismo reduce la actividad política a un mero maniobrar oportunista, a intervenciones estratégicas limitadas en situaciones contextualizadas, prescindiendo de cualquier referencia al Otro trascenclental. El totalitarismo, por su parte, identifica esta otredad trascendental con una figura histórica particular (el partido es la personificación directa de la razón histórica).
En definitiva, la problemática del totalitarismo surge aquí con su sesgo desconstruccionista específico: en su manifestación más elemental -casi nos sentimos tentados a decir ontológica- el totalitarismo" no es meramente una fuerza política que pretende el control total de la vida social, hacer a la sociedad totalmente transparente, sino el cortocircuito entre la otredad mesiánica y un agente político determinado. Lo "por venir (a venir)" no es pues simplemente una cualificación adicional de la democracia, sino su núcleo más íntimo, lo que hace que la democracia sea democracia: en el momento en que la democracia deja de ser "por venir" y pretende ser actual -completamente actualizada- entramos en el totalitarismo.
Evitemos cualquier malentendido: esta "democracia por venir" no es, por supuesto, simplemente una democracia que promete llegar en el futuro, sino una democracia cuya llegada se pospone para siempre. Derrida es muy consciente de la "urgencia" del "ahora", de la necesidad de justicia; y si algo le es extraño es el complaciente aplazamiento de la democracia a un estadio posterior de la evolución, como en la proverbial distinción estalinista entre la "dictatura del proletariado" actual y la futura democracia "plena", que legitima el terror presente como la creación de las condiciones necesarias para la libertad que habrá de venir. Esta estrategia "en dos fases" es, para Derrida, lo peor de la ontología. En contraste con esa economía estratégica de la dosis correcta de (no)libertad, la "democracia por venir" se refiere a las urgencias/estallidos imprevisibles de la responsabilidad ética, cuando me veo súbitamente confrontado con una necesidad apremiante de responder a la llamada, de intervenir en una situación que considero como intolerablemente injusta. No obstante, es sintomático que Derrida mantenga a pesar de todo la oposición entre tal experiencia espectral de la llamada mesiánica de la justicia y su "ontologización", su trasposición en un conjunto de medidas positivas legales, políticas, etc. O -para decirlo en términos de la oposición entre ética y política- lo que Derrida moviliza aquí es el hiato entre ética y política:
Por una parte, la ética queda definida como la responsabilidad infinita de la hospitalidad incondicional. Mientras que, por otra, la política puede ser definida como la toma de una decisión sin ninguna garantía trascendental precisa. Así la separación presente en Levinas le permite a Derrida afirmar la primacía de la ética de la hospitalidad, pero dejando abierta al mismo tiempo la esfera de la política como el dominio del riesgo y del peligro.
Así la ética es el (tras)fondo de la indecidibilidad, mientras que la política es el ámbito de la(s) decisión(es), en el que hay que asumir plenamente el riesgo de cruzar la línea de separación y traducir esta imposible exigencia ética de justicia mesiánica en una intervención particular que nunca está a la altura de tal exigencia, que es siempre injusta hacia (algunos de) los otros. El ámbito ético propiamente tal, la exigencia espectral incondicional que nos hace absolutamente responsables y que nunca puede traducirse en una medida/intervención positiva, es quizá de esta forma no tanto un fondo/marco formal a priori de las decisiones políticas, como la différance indeterminada que le es inherente, indicativa de que ninguna decisión definida puede "cumplir su objetivo" plenamente. Esta frágil y transitoria unidad del mandato ético incondicional y de las intervenciones políticas pragmáticas tiene su mejor expresión en una paráfrasis de la famosa fórmula de Kant sobre las relaciones entre la razón y la experiencia: "Si la ética sin la política está vacía, la política sin la ética es ciega". Por elegante que sea esta solución (aquí la ética es la condición de posibilidad y la condición de imposibilidad de la política, que abre simultáneamente el espacio de la decisión política como un acto no garantizado por el gran Otro, al que condena al fracaso final), hay que oponerla al acto, en el sentido lacaniano, en que, precisamente, la distancia entre la ética y la política desaparece.
Volvamos a recurrir -cómo no- al caso de Antígona. Puede decirse que ejemplifica la fidelidad incondicional a la otredad de la Cosa que trastorna la totalidad del edificio social: desde el punto de partida de la ética de la Sittlichkeit, de las mores que regulan la intersubjetividad colectiva de la polis, la insistencia de Antígona es realmente "loca", perturbadora, mala. En otras palabras -en términos de la noción desconstruccionista de la promesa mesiánica que está siempre "por venir"- ¿no es Antígona una figura proto-totalitaria? Con respecto a la tensión (que proporciona las coordenadas finales del espacio ético) entre el Otro qua la Cosa, la otredad abismal que se dirige a nosotros con su mandato incondicional, y el Otro qua tercero, la instancia mediadora de mi encuentro con los otros (otros humanos "normales") -en el que este tercero puede ser la figura de la autoridad simbólica, pero también la trama "impersonal" de normas que regulan mi intercambio con los otros -¿no representa Antígona la vinculación exclusiva e inflexible al Otro qua Cosa, que eclipsa al Otro qua tercero, la instancia de la mediación/reconciliación simbólica? O, por decirlo en términos ligeramente irónicos, ¿no es Antígona la anti-habermasiana par excellance? Ningún diálogo, ningún intento de convencer a Creonte de las buenas razones de sus actos por medio de la argumentación racional: nada más que la ciega insistencia en sus derechos... Si es que los hay, los denominados "argumentos" están del lado de Creonte (el entierro de Polinices provocaría inquietud pública, etc.), mientras que el contrapunto de Antígona es finalmente su tautológica insistencia: "¡Está bien, puedes decir todo lo que quieras, pero no va a cambiar nada. Me aferro a mi decisión!". Esta visión dista mucho de una hipótesis elaborada: algunos de los que interpretan a Lacan como un protokantiano (mal)interpretan realmente su lectura de Antígona, al afirmar que Latan condena su obstinación incondicional, que la rechaza como un trágico ejemplo del suicida que pierde la distancia apropiada en relación con la Cosa letal, de inmersión directa de uno mismo en la Cosa.
Así pues, desde esa perspectiva, la oposición entre Creonte y Antígona es la que existe entre el pragmatismo sin principios y el totalitarismo: lejos de ser totalitario, Creonte actúa como un hombre de Estado pragmático, que aplasta despiadadamente cualquier actividad que pueda poner en peligro el funcionamiento normal de la paz cívica y estatal. Dando todavía un paso más, ¿no es el propio gesto elemental de sublimación "totalitario" en la medida en que consiste en elevar un objeto a la condición de la Cosa? En la sublimación, algo -un objeto que forma parte de nuestra realidad ordinaria- es elevado a objeto incondicional que el sujeto valora más que la vida misma. ¿Y no es este cortocircuito entre un objeto determinado y la Cosa la condición mínima del "totalitarismo ontológico"? Frente a este cortocircuito, la lección ética de la desconstrucción ¿no es acaso que el hiato que separa la Cosa de cualquier objeto determinado es irreductible?
En este punto resulta crucial la forma en que la ética del "respeto a la alteridad" reúne a dos 'enemigos" reconocidos e importantes: Derrida y Habermas. El tenor elemental de sus respectivas posiciones éticas es en principio el mismo, es decir, el respeto y la apertura a una otredad irreductible que no puede ser integrada en la automediación del sujeto, y la aserción concomitante de la separación entre ética y política, en el sentirlo de una demanda/norma ética presupuesta que precede a toda intervención política concreta y la sostiene, que no es nunca capaz de dar a esa intervención un cumplimiento pleno. Por supuesto, la forma de esta operación ética es completamente diferente en los dos autores: para Derrida, es el abismo de la demanda incondicional traicionada por (su traducción a) cualquier norma determinada; para Habermas, es el sistema determinado de normas a priori que regulan la comunicación libre.
Todo eso significa, sin embargo, que existe en efecto una suerte de identidad especulativa hegeliana entre Derrida y Habermas, en el sentido preciso de una mutua complementación: cada uno de los dos filósofos expresa, en cierta medida, lo que el otro tiene simultáneamente que presuponer y denegar para poder mantener su posición: la crítica habermasiana de Derrida es acertada al señalar que, sin una trama de normas implícitas que regulen mi relación con el Otro, el "respeto a la otredad" se deteriora inevitablemente en la aserción de una idiosincrasia excesiva; la crítica derridiana de Habermas -también acertadamente- señala que la fijación del sujeto en la relación con su Otro en la trama de normas universales de comunicación reduce ya de por sí la alteridad del Otro. Esta implicación mutua es la `'verdad" del conflicto entre Derrida y Habermas, y por eso es todavía más importante poner el énfasis en cómo Lacan rechaza el presupuesto que comparten Derrida y Habermas: desde la perspectiva lacaniana, este "respeto por el Otro" es en ambos casos la forma de resistencia contra el acto, contra el cortocircuito "loco" entre lo incondicional y lo condicionado, la ética y la política (en términos kantianos, cubre lo nouménico y lo fenoménico) que "es" el acto. No se trata tanto de que, en el acto, "supere"/integre al Otro; sino más bien de que, en el acto, yo "soy" directamente el imposible Otro-Cosa.
¿Qué ocurre cuando un movimiento político hace de un objeto perdido la causa, el objeto causa de su movimiento? ¿Que piede con eso? No será esa posición una hipoteca que cae sobre la creatividad, cuya ausencia es notoria.
Acto o melancolía, Slavo Zizek
Sin embargo, lo significativo del objet petit a como "magnitud negativa" -por servirnos de un término kantiano- es no sólo que el vacío del deseo se corporiza paradójicamente en un objeto particular que sirve como sustituto suyo, sino sobre todo en la paradoja contraria: este mismo vacío/falta primordial funciona "sólo" en la medida en que se corporeiza en su objeto particular, es este objeto el que mantiene abierto el hueco del deseo.
Esta noción de “magnitud negativa" es también crucial cuando se trata de aprehender la revolución del cristianismo. Las religiones precristianas permanecen en el nivel de la sabiduría, acentúan la insuficiencia de todo objeto temporal finito, y predican la moderación en los placeres (debe evitarse un apego excesivo a los objetos finitos puesto que el placer es transitorio) o la retirada de la realidad temporal en nombre del verdadero divino que es lo único que puede proporcionar la bienaventuranza infinita.
El cristianismo, por el contrario, presenta a Cristo como un individuo mortal-temporal, e insiste en que la creencia en el acontecimiento temporal de la Encarnación es la única vía de verdad y salvación eternas.
En este sentido preciso, el cristianismo es una "religión del amor": en el amor, se da la primacía, se pone el centro, en un objeto temporal finito que "es más importante que cualquier otro". Esta misma paradoja está también presente en la específica noción cristiana de conversión y de perdón de los pecados: la conversión es un acontecimiento temporal que cambia la propia eternidad.
Como sabemos, en sus últimos años Kant formuló la noción de un acto nouménico de elección mediante el cual un individuo elige su carácter eterno: antes que su existencia temporal, es este acto el que delimita por anticipado los contornos de su destino terrenal. Sin el acto divino de la gracia, nuestro destino se mantendría inamovible, fijado para siempre por ese acto eterno de elección. La "buena nueva" del cristianismo es, sin embargo, que una conversión genuina hace posible, por así decirlo, repetir ese acto, y en consecuencia cambiar (deshacer los efectos) de la eternidad misma.
"¿Pensamiento post-secular?" ¡No, gracias!
Esa paradoja final del cristianismo es anulada por lo que hoy se presenta como "pensamiento post-secular", postura que encuentra su expresión más acabada en una cierta suerte de apropiación derridiana de Levinas. En contraste con la melancolía, en que el objeto aparece privado del (de la causa del) deseo de él, la postura "post-secular" reafirma el hiato entre el deseo y sus objetos, y nos pone en presencia de un anhelo mesiánico de lo Otro que está siempre "por venir", que trasciende cualquier objeto dado, mortificado por un espectro insistente que no puede materializarse nunca en una entidad existente, positiva, plenamente presente. Ambos coinciden, sin embargo, en impedir el acto, que carece de significado alguno en el pasivo estupor del melancólico, y que queda reducido en el entusiasmo post-secular a una intervención pragmática que nunca está a la altura de la demanda incondicional de lo Otro abismático.
El "pensamiento post-secular" admite sin reservas que la crítica modernista ha destruido los fundamentos de la onto-teología, la noción de Dios como ser supremo, etc. Pero ¿y sí el resultado final de este gesto desconstructivo fuera abrir la vía a una nueva forma posdesconstructiva e indesconstructible de espiritualidad, a la relación con una otredad incondicional que precede a la ontología? ¿Y si la experiencia fundamental del sujeto humano no fuera la de la autopresencia, la de la fuerza de la dialéctica mediación-apropiación de toda otredad, sino la de una pasividad primordial, una sensibilidad, una facultad de responder, de ser infinitamente deudor y responsable a la llamada de algo otro que nunca adquiere una configuración positiva, sino que permanece siempre oculto, huella de su propia ausencia? Aquí viene a cuento la ocurrencia de Marx a propósito de Proudhon en su Pobreza de la filosofía (en lugar de referirse a personas reales en sus circunstancias reales, la teoría social pseudohegeliana de Proudhon se refiere a esas circunstancias, pero privadas de las personas que les dan vida): en lugar de la matriz religiosa, con Dios como núcleo de ella, la desconstrucción post-secular se refiere a la matriz misma, privada de la figura positiva de Dios de la que depende.
La misma configuración se repite en la "fidelidad" de Derrida al espíritu del marxismo: "la desconstrucción nunca ha tenido sentido ni interés, al menos según mi parecer, más que como una radicalización, es decir también en la tradición de un cierto marxismo, en un cierto espíritu de marxismo". Lo primero que hay que señalar aquí (de lo que Derrida es sin duda plenamente consciente) es que esta "radicalización" descansa sobre la oposición tradicional entre letra y espíritu: reafirmar el espíritu auténtico de la tradición marxista quiere decir dejar atrás su letra (los análisis particulares de Marx y las medidas revolucionarias propuestas que están inevitablemente teñidas por la tradición de la ontología) con objeto de salvar de las cenizas la auténtica promesa mesiánica de liberación emancipatoria. Lo que no puede dejar de sorprendenos es la extraña proximidad de tal "radicalización" con (una cierta comprensión común de) la superación (Aufhebung) hegeliana en la promesa mesiánica, la herencia marxista es "superada"; su núcleo esencial es redimido por medio del propio gesto de superación de su propia forma particular y de la renuncia a ella. Y -aquí está lo esencial del problema, es decir, del método de Derrida- la cuestión es no sólo que hay que dejar atrás las formulaciones particulares de Marx y las medidas propuestas por él, y sustituirlas por otras formulaciones y medidas más adecuadas; sino sobre todo que la promesa mesiánica que constituye el "espíritu" del marxismo es traicionada por cualquier formulación particular, por cualquier traducción a medidas económico-políticas determinadas.
La premisa que subyace a la "radicalización" de Marx que lleva a cabo Derrida es que cuánto más "radicales" son esas medidas económico-políticas determinadas (hasta llegar a los campos de la muerte de los Jemeres Rojos o de Sendero Luminoso), menos radicales son realmente y más quedan atrapadas en el horizonte ético-político metafísico. En otras palabras, lo que la "radicalización" de Derrida significa es en cierta forma (más precisamente: en la forma práctica) exactamente lo contrario: la renuncia a toda medida política radical real.
La "radicalidad" de la política derridiana incluye un hiato irreductible entre la promesa mesiánica de "democracia por venir" y todas sus encarnaciones positivas: a causa de esta misma radicalidad, la promesa mesiánica sigue siendo para siempre una promesa, no puede traducirse nunca en un conjunto de medidas económico-políticas determinadas. La discrepancia entre el abismo de la Cosa indecidible y cualquier decisión particular es insalvable: nuestra deuda con el Otro no puede saldarse nunca; nuestra respuesta a su llamada no es nunca completamente adecuada. Esta posición se enfrenta con las tentaciones gemelas del pragmatismo sin principios y del totalitarismo, puesto que ambas eliminan aquel hiato. El pragmatismo reduce la actividad política a un mero maniobrar oportunista, a intervenciones estratégicas limitadas en situaciones contextualizadas, prescindiendo de cualquier referencia al Otro trascenclental. El totalitarismo, por su parte, identifica esta otredad trascendental con una figura histórica particular (el partido es la personificación directa de la razón histórica).
En definitiva, la problemática del totalitarismo surge aquí con su sesgo desconstruccionista específico: en su manifestación más elemental -casi nos sentimos tentados a decir ontológica- el totalitarismo" no es meramente una fuerza política que pretende el control total de la vida social, hacer a la sociedad totalmente transparente, sino el cortocircuito entre la otredad mesiánica y un agente político determinado. Lo "por venir (a venir)" no es pues simplemente una cualificación adicional de la democracia, sino su núcleo más íntimo, lo que hace que la democracia sea democracia: en el momento en que la democracia deja de ser "por venir" y pretende ser actual -completamente actualizada- entramos en el totalitarismo.
Evitemos cualquier malentendido: esta "democracia por venir" no es, por supuesto, simplemente una democracia que promete llegar en el futuro, sino una democracia cuya llegada se pospone para siempre. Derrida es muy consciente de la "urgencia" del "ahora", de la necesidad de justicia; y si algo le es extraño es el complaciente aplazamiento de la democracia a un estadio posterior de la evolución, como en la proverbial distinción estalinista entre la "dictatura del proletariado" actual y la futura democracia "plena", que legitima el terror presente como la creación de las condiciones necesarias para la libertad que habrá de venir. Esta estrategia "en dos fases" es, para Derrida, lo peor de la ontología. En contraste con esa economía estratégica de la dosis correcta de (no)libertad, la "democracia por venir" se refiere a las urgencias/estallidos imprevisibles de la responsabilidad ética, cuando me veo súbitamente confrontado con una necesidad apremiante de responder a la llamada, de intervenir en una situación que considero como intolerablemente injusta. No obstante, es sintomático que Derrida mantenga a pesar de todo la oposición entre tal experiencia espectral de la llamada mesiánica de la justicia y su "ontologización", su trasposición en un conjunto de medidas positivas legales, políticas, etc. O -para decirlo en términos de la oposición entre ética y política- lo que Derrida moviliza aquí es el hiato entre ética y política:
Por una parte, la ética queda definida como la responsabilidad infinita de la hospitalidad incondicional. Mientras que, por otra, la política puede ser definida como la toma de una decisión sin ninguna garantía trascendental precisa. Así la separación presente en Levinas le permite a Derrida afirmar la primacía de la ética de la hospitalidad, pero dejando abierta al mismo tiempo la esfera de la política como el dominio del riesgo y del peligro.
Así la ética es el (tras)fondo de la indecidibilidad, mientras que la política es el ámbito de la(s) decisión(es), en el que hay que asumir plenamente el riesgo de cruzar la línea de separación y traducir esta imposible exigencia ética de justicia mesiánica en una intervención particular que nunca está a la altura de tal exigencia, que es siempre injusta hacia (algunos de) los otros. El ámbito ético propiamente tal, la exigencia espectral incondicional que nos hace absolutamente responsables y que nunca puede traducirse en una medida/intervención positiva, es quizá de esta forma no tanto un fondo/marco formal a priori de las decisiones políticas, como la différance indeterminada que le es inherente, indicativa de que ninguna decisión definida puede "cumplir su objetivo" plenamente. Esta frágil y transitoria unidad del mandato ético incondicional y de las intervenciones políticas pragmáticas tiene su mejor expresión en una paráfrasis de la famosa fórmula de Kant sobre las relaciones entre la razón y la experiencia: "Si la ética sin la política está vacía, la política sin la ética es ciega". Por elegante que sea esta solución (aquí la ética es la condición de posibilidad y la condición de imposibilidad de la política, que abre simultáneamente el espacio de la decisión política como un acto no garantizado por el gran Otro, al que condena al fracaso final), hay que oponerla al acto, en el sentido lacaniano, en que, precisamente, la distancia entre la ética y la política desaparece.
Volvamos a recurrir -cómo no- al caso de Antígona. Puede decirse que ejemplifica la fidelidad incondicional a la otredad de la Cosa que trastorna la totalidad del edificio social: desde el punto de partida de la ética de la Sittlichkeit, de las mores que regulan la intersubjetividad colectiva de la polis, la insistencia de Antígona es realmente "loca", perturbadora, mala. En otras palabras -en términos de la noción desconstruccionista de la promesa mesiánica que está siempre "por venir"- ¿no es Antígona una figura proto-totalitaria? Con respecto a la tensión (que proporciona las coordenadas finales del espacio ético) entre el Otro qua la Cosa, la otredad abismal que se dirige a nosotros con su mandato incondicional, y el Otro qua tercero, la instancia mediadora de mi encuentro con los otros (otros humanos "normales") -en el que este tercero puede ser la figura de la autoridad simbólica, pero también la trama "impersonal" de normas que regulan mi intercambio con los otros -¿no representa Antígona la vinculación exclusiva e inflexible al Otro qua Cosa, que eclipsa al Otro qua tercero, la instancia de la mediación/reconciliación simbólica? O, por decirlo en términos ligeramente irónicos, ¿no es Antígona la anti-habermasiana par excellance? Ningún diálogo, ningún intento de convencer a Creonte de las buenas razones de sus actos por medio de la argumentación racional: nada más que la ciega insistencia en sus derechos... Si es que los hay, los denominados "argumentos" están del lado de Creonte (el entierro de Polinices provocaría inquietud pública, etc.), mientras que el contrapunto de Antígona es finalmente su tautológica insistencia: "¡Está bien, puedes decir todo lo que quieras, pero no va a cambiar nada. Me aferro a mi decisión!". Esta visión dista mucho de una hipótesis elaborada: algunos de los que interpretan a Lacan como un protokantiano (mal)interpretan realmente su lectura de Antígona, al afirmar que Latan condena su obstinación incondicional, que la rechaza como un trágico ejemplo del suicida que pierde la distancia apropiada en relación con la Cosa letal, de inmersión directa de uno mismo en la Cosa.
Así pues, desde esa perspectiva, la oposición entre Creonte y Antígona es la que existe entre el pragmatismo sin principios y el totalitarismo: lejos de ser totalitario, Creonte actúa como un hombre de Estado pragmático, que aplasta despiadadamente cualquier actividad que pueda poner en peligro el funcionamiento normal de la paz cívica y estatal. Dando todavía un paso más, ¿no es el propio gesto elemental de sublimación "totalitario" en la medida en que consiste en elevar un objeto a la condición de la Cosa? En la sublimación, algo -un objeto que forma parte de nuestra realidad ordinaria- es elevado a objeto incondicional que el sujeto valora más que la vida misma. ¿Y no es este cortocircuito entre un objeto determinado y la Cosa la condición mínima del "totalitarismo ontológico"? Frente a este cortocircuito, la lección ética de la desconstrucción ¿no es acaso que el hiato que separa la Cosa de cualquier objeto determinado es irreductible?
En este punto resulta crucial la forma en que la ética del "respeto a la alteridad" reúne a dos 'enemigos" reconocidos e importantes: Derrida y Habermas. El tenor elemental de sus respectivas posiciones éticas es en principio el mismo, es decir, el respeto y la apertura a una otredad irreductible que no puede ser integrada en la automediación del sujeto, y la aserción concomitante de la separación entre ética y política, en el sentirlo de una demanda/norma ética presupuesta que precede a toda intervención política concreta y la sostiene, que no es nunca capaz de dar a esa intervención un cumplimiento pleno. Por supuesto, la forma de esta operación ética es completamente diferente en los dos autores: para Derrida, es el abismo de la demanda incondicional traicionada por (su traducción a) cualquier norma determinada; para Habermas, es el sistema determinado de normas a priori que regulan la comunicación libre.
Todo eso significa, sin embargo, que existe en efecto una suerte de identidad especulativa hegeliana entre Derrida y Habermas, en el sentido preciso de una mutua complementación: cada uno de los dos filósofos expresa, en cierta medida, lo que el otro tiene simultáneamente que presuponer y denegar para poder mantener su posición: la crítica habermasiana de Derrida es acertada al señalar que, sin una trama de normas implícitas que regulen mi relación con el Otro, el "respeto a la otredad" se deteriora inevitablemente en la aserción de una idiosincrasia excesiva; la crítica derridiana de Habermas -también acertadamente- señala que la fijación del sujeto en la relación con su Otro en la trama de normas universales de comunicación reduce ya de por sí la alteridad del Otro. Esta implicación mutua es la `'verdad" del conflicto entre Derrida y Habermas, y por eso es todavía más importante poner el énfasis en cómo Lacan rechaza el presupuesto que comparten Derrida y Habermas: desde la perspectiva lacaniana, este "respeto por el Otro" es en ambos casos la forma de resistencia contra el acto, contra el cortocircuito "loco" entre lo incondicional y lo condicionado, la ética y la política (en términos kantianos, cubre lo nouménico y lo fenoménico) que "es" el acto. No se trata tanto de que, en el acto, "supere"/integre al Otro; sino más bien de que, en el acto, yo "soy" directamente el imposible Otro-Cosa.
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