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Acto o melancolía, Slavoj Zizek
El gran Otro lacaniano no designa meramente las normas simbólicas explícitas que regulan la interacción social, sino también la intrincada telaraña de normas "implícitas no escritas. Una de estas normas en el mundo académico radical de hoy se refiere a la relación entre duelo y melancolía. En los tiempos permisivos que corren, cuando las instituciones dominantes se apropian de la transgresión, e incluso la fomentan. La doxa predominante se presenta normalmente a sí misma como una transgresión subversiva; si se quiere identificar la tendencia intelectual hegemónica, no hay más que buscar la tendencia que pretende representar una amenaza sin precedentes para la estructura de poder hegemónica. En lo referente al duelo y a la melancolía la doxa predominante es la siguiente: Freud opuso el duelo "normal" (la aceptación conseguida de la pérdida) a la melancolía "patológica" (en la que el sujeto persiste en su identificación narcisista con el objeto perdido). Frente a Freud, hay que afirmar, pues, la primacía conceptual y ética de la melancolía: en el proceso de pérdida hay siempre un resto que no puede ser integrado mediante el trabajo de duelo, y la fidelidad fundamental es la fidelidad a ese resto. El duelo es una suerte de traición, el "matar por segunda vez" al objeto (perdido), mientras que el sujeto melancólico mantiene su fidelidad al objeto perdido, negándose a renunciar a su unión con él.
Esta historia ofrece muchas versiones, desde la homosexual (los homosexuales son los que mantienen su fidelidad a la identificación perdida/reprimida con el objeto libidinal del mismo sexo) a la étnica-poscolonial (cuando los grupos étnicos ingresan en la modernización capitalista y se encuentran bajo la amenaza de que su legado específico sea devorado por la nueva cultura global, no deben renunciar a su tradición y hacer el duelo por ella, sino conservar la vinculación melancólica a sus raíces perdidas).
Debido a este trasfondo "políticamente correcto", la "equivocación de depreciar la melancolía puede tener calamitosas consecuencias: se rechazan artículos y estudios, y los aspirantes a las plazas académicas pueden quedarse sin ellas a causa de su actitud "incorrecta" ante la melancolía. Sin embargo, por esta misma razón, es absolutamente necesario denunciar el "cinismo objetivo" que entraña esta rehabilitación de la melancolía: el lazo melancólico con el objeto étnico perdido nos permite afirmar que mantenemos nuestra fidelidad a las antiguas raíces, al tiempo que participamos plenamente en el juego capitalista global. Y habría incluso que preguntarse hasta qué punto todo el proyecto de "estudios poscoloniales" no está sostenido por esta lógica del cinismo objetivo. La melancolía es en esta dimensión una postura acusadamente posmoderna, una postura que nos permite sobrevivir en una sociedad global y mantener al mismo tiempo la apariencia de fidelidad a nuestras "raíces" perdidas. Por esta razón, la melancolía y la risa no se oponen, sino que son strictu sensu las dos caras de la misma moneda: la tan ensalzada capacidad para mantener una distancia irónica frente a las propias raíces étnicas es el reverso del apego melancólico a esas raíces.
La falta no es lo mismo que la pérdida.
¿Cuál es pues el error teórico de esta reafirmación de la melancolía? Lo normal es poner el énfasis en el carácter antihegeliano de tal rehabilitación de la melancolía: el trabajo del duelo tiene la estructura de la "superación" (Aufhebung) por medio de la cual conservamos la esencia ideal de un objeto al tiempo que lo perdemos en su realidad inmediata, mientras que en la melancolía el objeto se resiste a su "superación" ideal ''. El error del melancólico, sin embargo, no es el de limitarse a afirmar que algo se resiste a la "superación" simbólica sino, más bien, el ubicar esta resistencia en un objeto positivamente existente, aunque perdido. En términos kantianos, el melancólico es culpable de incurrir en algo así como un "paralogismo de la pura capacidad de desear", que reside en la confusión entre pérdida y falta: en la medida en que el objeto-causa del deseo falta originariamente, de una manera constitutiva, la melancolía interpreta esta falta como una pérdida, como si el objeto que falta hubiera sido poseído y después perdido.
En suma, lo que la melancolía oscurece es el hecho de que el objeto falta desde el principio, que su aparición coincide con su falta, que este objeto no es nada más que la positivización de un vacío/falta, una pura entidad anamórfica que no existe "en sí". La paradoja es, por supuesto, que este engañoso desplazamiento de la falta a la pérdida nos permite afirmar nuestra posesión del objeto que no hemos poseído nunca no puede perderse nunca, y así el melancólico en su fijación incondicional en el objeto perdido, lo posee de alguna manera en su misma pérdida.
¿Qué es, sin embargo, la presencia verdadera de una persona? En el párrafo evocador de las últimas páginas de El fin de la aventura, Graham Greene subraya la falsedad de la escena habitual en que el marido, que vuelve a casa después de la muerte de su mujer, deambula nerviosamente por ella y experimenta la ausencia traumática de la esposa muerta, cuyos objetos permanecen intactos. Muy al contrario, la verdadera ausencia se produce cuando la esposa está todavía viva, pero no en casa, y al marido le asalta la duda de donde se encuentra, de por qué tarda (¿estará con un amante?). "Porque ella, ahora está siempre ausente y al mismo tiempo no lo está nunca. Esto es, no está nunca en otra parte. No está almorzando con nadie, no está en el cine contigo. Ahora no puede estar más que en casa". ¿No es esta la lógica misma de la identificación melancólica, en la que el objeto está sobrepresente en su misma pérdida incondicional e irremediable?
Así es como debe interpretarse también la noción medieval de que el melancólico es incapaz de alcanzar el ámbito de lo espiritual/incorpóreo en lugar de limitarse a contemplar el objeto suprasensible, quiere abrazarlo en su vehemente deseo. Aunque se le niega el acceso al dominio suprasensible de las formas simbólicas ideales, el melancólico despliega todavía el anhelo metafísico de otra realidad absoluta, más allá de nuestra realidad ordinaria, que está sometida a la decadencia y la corrupción temporales; y la única manera de escapar a este dilema es servirse de un objeto sensible, material (por ejemplo, la mujer amada) y elevarlo a la categoría de absoluto.
El sujeto melancólico eleva así el objeto de su ansia, a un híbrido e inconsistente absoluto corpóreo. Pero, puesto que este objeto está sometido a la decadencia, sólo puede ser poseído incondicionalmente en la medida en que se pierde, en su pérdida. Hegel desarrolló esta lógica a propósito de la búsqueda por los cruzados de la tumba de Cristo: también ellos confundieron el aspecto absoluto de la divinidad con el cuerpo material que existió en Judea más de mil años antes, por lo que su búsqueda desembocó en una desilusión inevitable. Por esta razón la melancolía no es simplemente un apego al objeto perdido, sino a la expresión original de su pérdida.
El gran Otro lacaniano no designa meramente las normas simbólicas explícitas que regulan la interacción social, sino también la intrincada telaraña de normas "implícitas no escritas. Una de estas normas en el mundo académico radical de hoy se refiere a la relación entre duelo y melancolía. En los tiempos permisivos que corren, cuando las instituciones dominantes se apropian de la transgresión, e incluso la fomentan. La doxa predominante se presenta normalmente a sí misma como una transgresión subversiva; si se quiere identificar la tendencia intelectual hegemónica, no hay más que buscar la tendencia que pretende representar una amenaza sin precedentes para la estructura de poder hegemónica. En lo referente al duelo y a la melancolía la doxa predominante es la siguiente: Freud opuso el duelo "normal" (la aceptación conseguida de la pérdida) a la melancolía "patológica" (en la que el sujeto persiste en su identificación narcisista con el objeto perdido). Frente a Freud, hay que afirmar, pues, la primacía conceptual y ética de la melancolía: en el proceso de pérdida hay siempre un resto que no puede ser integrado mediante el trabajo de duelo, y la fidelidad fundamental es la fidelidad a ese resto. El duelo es una suerte de traición, el "matar por segunda vez" al objeto (perdido), mientras que el sujeto melancólico mantiene su fidelidad al objeto perdido, negándose a renunciar a su unión con él.
Esta historia ofrece muchas versiones, desde la homosexual (los homosexuales son los que mantienen su fidelidad a la identificación perdida/reprimida con el objeto libidinal del mismo sexo) a la étnica-poscolonial (cuando los grupos étnicos ingresan en la modernización capitalista y se encuentran bajo la amenaza de que su legado específico sea devorado por la nueva cultura global, no deben renunciar a su tradición y hacer el duelo por ella, sino conservar la vinculación melancólica a sus raíces perdidas).
Debido a este trasfondo "políticamente correcto", la "equivocación de depreciar la melancolía puede tener calamitosas consecuencias: se rechazan artículos y estudios, y los aspirantes a las plazas académicas pueden quedarse sin ellas a causa de su actitud "incorrecta" ante la melancolía. Sin embargo, por esta misma razón, es absolutamente necesario denunciar el "cinismo objetivo" que entraña esta rehabilitación de la melancolía: el lazo melancólico con el objeto étnico perdido nos permite afirmar que mantenemos nuestra fidelidad a las antiguas raíces, al tiempo que participamos plenamente en el juego capitalista global. Y habría incluso que preguntarse hasta qué punto todo el proyecto de "estudios poscoloniales" no está sostenido por esta lógica del cinismo objetivo. La melancolía es en esta dimensión una postura acusadamente posmoderna, una postura que nos permite sobrevivir en una sociedad global y mantener al mismo tiempo la apariencia de fidelidad a nuestras "raíces" perdidas. Por esta razón, la melancolía y la risa no se oponen, sino que son strictu sensu las dos caras de la misma moneda: la tan ensalzada capacidad para mantener una distancia irónica frente a las propias raíces étnicas es el reverso del apego melancólico a esas raíces.
La falta no es lo mismo que la pérdida.
¿Cuál es pues el error teórico de esta reafirmación de la melancolía? Lo normal es poner el énfasis en el carácter antihegeliano de tal rehabilitación de la melancolía: el trabajo del duelo tiene la estructura de la "superación" (Aufhebung) por medio de la cual conservamos la esencia ideal de un objeto al tiempo que lo perdemos en su realidad inmediata, mientras que en la melancolía el objeto se resiste a su "superación" ideal ''. El error del melancólico, sin embargo, no es el de limitarse a afirmar que algo se resiste a la "superación" simbólica sino, más bien, el ubicar esta resistencia en un objeto positivamente existente, aunque perdido. En términos kantianos, el melancólico es culpable de incurrir en algo así como un "paralogismo de la pura capacidad de desear", que reside en la confusión entre pérdida y falta: en la medida en que el objeto-causa del deseo falta originariamente, de una manera constitutiva, la melancolía interpreta esta falta como una pérdida, como si el objeto que falta hubiera sido poseído y después perdido.
En suma, lo que la melancolía oscurece es el hecho de que el objeto falta desde el principio, que su aparición coincide con su falta, que este objeto no es nada más que la positivización de un vacío/falta, una pura entidad anamórfica que no existe "en sí". La paradoja es, por supuesto, que este engañoso desplazamiento de la falta a la pérdida nos permite afirmar nuestra posesión del objeto que no hemos poseído nunca no puede perderse nunca, y así el melancólico en su fijación incondicional en el objeto perdido, lo posee de alguna manera en su misma pérdida.
¿Qué es, sin embargo, la presencia verdadera de una persona? En el párrafo evocador de las últimas páginas de El fin de la aventura, Graham Greene subraya la falsedad de la escena habitual en que el marido, que vuelve a casa después de la muerte de su mujer, deambula nerviosamente por ella y experimenta la ausencia traumática de la esposa muerta, cuyos objetos permanecen intactos. Muy al contrario, la verdadera ausencia se produce cuando la esposa está todavía viva, pero no en casa, y al marido le asalta la duda de donde se encuentra, de por qué tarda (¿estará con un amante?). "Porque ella, ahora está siempre ausente y al mismo tiempo no lo está nunca. Esto es, no está nunca en otra parte. No está almorzando con nadie, no está en el cine contigo. Ahora no puede estar más que en casa". ¿No es esta la lógica misma de la identificación melancólica, en la que el objeto está sobrepresente en su misma pérdida incondicional e irremediable?
Así es como debe interpretarse también la noción medieval de que el melancólico es incapaz de alcanzar el ámbito de lo espiritual/incorpóreo en lugar de limitarse a contemplar el objeto suprasensible, quiere abrazarlo en su vehemente deseo. Aunque se le niega el acceso al dominio suprasensible de las formas simbólicas ideales, el melancólico despliega todavía el anhelo metafísico de otra realidad absoluta, más allá de nuestra realidad ordinaria, que está sometida a la decadencia y la corrupción temporales; y la única manera de escapar a este dilema es servirse de un objeto sensible, material (por ejemplo, la mujer amada) y elevarlo a la categoría de absoluto.
El sujeto melancólico eleva así el objeto de su ansia, a un híbrido e inconsistente absoluto corpóreo. Pero, puesto que este objeto está sometido a la decadencia, sólo puede ser poseído incondicionalmente en la medida en que se pierde, en su pérdida. Hegel desarrolló esta lógica a propósito de la búsqueda por los cruzados de la tumba de Cristo: también ellos confundieron el aspecto absoluto de la divinidad con el cuerpo material que existió en Judea más de mil años antes, por lo que su búsqueda desembocó en una desilusión inevitable. Por esta razón la melancolía no es simplemente un apego al objeto perdido, sino a la expresión original de su pérdida.
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