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Este peregrinar por las desconocidas tierras de la democracia ha sido tan breve que no ha permitido perfeccionar nuestras leyes e instituciones públicas, plagadas de vicios y deficiencias
Los mexicanos estamos aprendiendo a vivir en democracia. En el viejo régimen autoritario todo parecía terso y ordenado: en cuanto el capo de titi capi –a la sazón el Presidente de la República– indicaba el camino, todas las fuerzas políticas se alineaban en esa dirección. Ese estilo de gobernar forjó a las almas pías y hasta los intelectuales, al grado que se santiguan cada que hay forcejeo entre las diferentes expresiones políticas: la imprescindible pluralidad que trajo consigo la democracia. Algunos de ellos están tan arrepentidos que reniegan del gobierno dividido y añoran las antiguas mayorías en el Congreso, que hacían posible a la Presidencia Imperial. Con tal de promover sus intereses y preferencias ideológicas desean que se aprueben sin chistar las “reformas estructurales”. Qué pronto olvidaron los abusos del presidencialismo que cada fin de sexenio pagábamos con mega- crisis, para volver a empezar, a semejanza de la condena de Sísifo.
Este peregrinar por las desconocidas tierras de la democracia ha sido tan breve que no ha permitido perfeccionar nuestras leyes e instituciones públicas, plagadas de vicios y deficiencias; tampoco se ha tenido el tiempo necesario para un cambio de generación de la clase dirigente, nacida con la impronta del régimen autoritario: sus mañas, ideología y prejuicios. Es el precio de una democracia joven. Así, no debe sorprender, mucho menos asustar, los tumbos y los sobresaltos de los partidos, amén de los exabruptos de sus líderes. Es parte del cambio y de los ajustes hacia el orden democrático. Se juega alternativamente en dos campos: el antiguo y el moderno. Esta refriega tiene sentido, en particular para los líderes provenientes de las luchas sociales: como sus fuerzas están en desventaja, recurren a presionen que lindan con la ilegalidad para inducir a la negociación.
Esta forma de lucha auspició cambios profundos en el régimen político. Tal es el caso de la reforma política, después del alzamiento zapatista, y la ciudadanización del IFE. Hoy asistimos a un evento similar: la agenda política del virtual presidente electo dio un giro radical, su énfasis pasó de las “reformas estructurales” (subir y generalizar el IVA a 16%; abaratar despidos, seguro de desempleo recortar derechos laborales, y privatizar Pemex) a la reforma política: crear una comisión nacional anticorrupción; ampliar las facultades del IFAI y hacer públicos los contratos propagandísticos de los gobiernos con los medios. Hay un cambio de ruta. Las presiones sociales y la impugnación de la elección rindieron su fruto: abrieron la puerta a la negociación. Al parecer hay condiciones para un gran pacto político que evite la discordia y los estallidos sociales. La izquierda puede ganar esta partida aun sin ocupar la Presidencia. ¿Se dará cuenta?
Héctor Barragán Valencia - Opinión EMET
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