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Al fin se acuerdan de los rarámuris (Guillermo Fabela Quiñones)


Al fin se acuerdan de los  rarámuris
Sería muy lamentable que llegara el día en que ambos grupos étnicos se extinguieran, pero más lo sería que se les orillara a tomar determinaciones fatales



            El colonialismo interno que subyace en las relaciones entre indígenas y mestizos, en la sierra Tarahumara se observa con pleno dramatismo. De hecho, que aún subsistan algunos miles de ellos (alrededor de 50 mil) es una demostración de su innata reciedumbre, misma que los protege de las muchas calamidades que tienen que enfrentar, tanto las climáticas como las que son producto de la insensibilidad y voracidad humana. En efecto, entre sus costumbres ancestrales no está el suicidio, su espíritu de lucha los pone a salvo de actitudes que nunca han contemplado. Con todo, es un hecho que nunca como ahora han sido tan flagelados por situaciones inéditas, como ver con impotencia que sus niños mueran por desnutrición aguda.
            Los 65 mil kilómetros cuadrados que originalmente eran su habitat histórico, se han ido reduciendo por el acoso de que son víctimas, principalmente con el fin de despojarlos de sus recursos forestales. Sus parcelas, que les permitían sembrar para su autoconsumo, en buena medida han sido abandonadas por la necesidad de huir hacia zonas cada vez más apartadas de la sierra. Es que los mestizos los buscan únicamente para fregarlos, como lo patentizan los hechos. No les gusta tener que sembrar mariguana o amapola, en vez del maíz que los ha sostenido desde hace siglos. Mucho menos les gusta exponerse a las vejaciones de los militares y policías estatales.
            Los rarámuris son un pueblo pacífico, muy apegados a sus costumbres y a la vida en familia. Si fueran belicosos, como los apaches, ya no existirían. Sin embargo, se les está obligando a deponer su natural modo de ser, pues podría llegar el día, así como están las cosas en la sierra de Chihuahua, en que tendrían que enfrentarse a la disyuntiva de morir de inanición, o luchar para sobrevivir y preservar a su raza. Es muy probable que las terribles declaraciones de Ramón Gardea (miembro del Frente Organizado de Campesinos Indígenas), sobre el supuesto suicidio colectivo, hayan surgido al calor de las pugnas preelectorales. De cualquier modo, tienen pertinencia porque las condiciones de los rarámuris son cada vez más precarias, según quienes conviven con ellos diariamente, como el sacerdote jesuita conocido como “padre pato”.
            Con lo trabajadores que son, con su alto concepto de la organización y la disciplina, no se necesitaría mucho esfuerzo ni tampoco cuantiosos recursos para hacer de los rarámuris un pueblo productivo, que diera nueva vida al mercado interno en la sierra Tarahumara, y se preservaran mejor los recursos maderables que allí subsisten, aunque cada vez más escasos. Pero eso no lo contemplan ni las autoridades locales ni las federales, mucho menos a partir de los años ochenta.
            La misma situación que atraviesan los rarámuris en Chihuahua, la viven los tepehuanes en Durango, debido a que son un pueblo incapaz de oponer resistencia a las ambiciones de los mestizos. Han tenido también la desgracia de habitar zonas ricas en madera y en minerales, recursos a los que nunca han tenido acceso y sobreviven en una marginación infrahumana. Se les mira en la ciudad de Durango pidiendo limosna, con la mirada perdida y la miseria en cada una de sus múltiples arrugas.
            Llama mucho la atención que por sus cabezas no pasen ideas destructivas, ni que tampoco sean presa de una aguda depresión que los orillara a un suicidio colectivo. Nunca se ha sabido que haya sucedido un hecho así, aunque como están las cosas podría suponerse que ya se rebasaron todos los límites del ancestral aguante de ambos grupos étnicos. Podrían pensar que no tiene caso exponer a sus hijos a sufrimientos extraordinarios, que ni la fauna con la que conviven ha sufrido; aunque también sea un hecho que de mucha de esa fauna ya sólo queda el recuerdo, como los grandes osos negros que habitaban un amplio territorio de la sierra en los estados de Durango y Chihuahua.
             Sería muy lamentable que llegara el día en que ambos grupos étnicos se extinguieran, pero más lo sería que se les orillara a tomar determinaciones fatales. Preservarlos es un compromiso no sólo humano, sino conveniente porque nadie mejor que ellos podrían proteger un medio ambiente fundamental para el país, por la importancia ecológica de grandes zonas aún cubiertas de árboles milenarios, a las que le tienen echado el ojo los insaciables talamontes.
Guillermo Fabela Quiñones - Opinión EMET