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Por eso es inexacto lo dicho por el secretario de Gobernación, Alejandro Poiré Romero, de que el pueblo exigió a Calderón iniciara su lucha armada contra los cárteles del narcotráfico. Al inaugurar la 26 Conferencia Nacional de Procuración de Justicia, puntualizó que “nada más falso, nada más, incluso, podría pensarse, desinformado, que llamarle la guerra de un gobierno, es una tarea que la sociedad mexicana nos ha demandado, desde hace años, particularmente desde mediados de la década pasada”. Tal señalamiento cae en el absurdo, pues el pueblo mexicano siempre ha rechazado la violencia, sobre todo a partir de 1968, cuando tropas del Ejército fueron obligadas a reprimir a sangre y fuego a jóvenes que deseaban una mínima apertura democrática.
Lo que ha exigido firmemente buena parte de la sociedad mexicana, es el fin de la “guerra” de Calderón, a sabiendas de que sus resultados no traerán nada bueno, como así ha sido en estos cinco años que lleva en el poder. La escalada de violencia ha ido en aumento al paso del tiempo, con un número de muertos y desaparecidos que ya asombra en el extranjero y es motivo de horror y vergüenza en los mexicanos. Esto sin contar los daños colaterales, como el enorme desplazamiento de población afectada en zonas donde de nada ha servido, sino al contrario, la presencia de las fuerzas armadas. Suman cientos los pueblos abandonados, con miles de casas en ruinas, donde ya ni los perros se quedan a morir.
Lo malo es que falta un año para que finalice el sexenio y en doce meses la situación se habrá de agravar aún más, tanto que podría generarse un clima de tal tensión e ingobernabilidad, que influyera en el proceso electoral, lo que sería buen pretexto para que la extrema derecha en el poder quisiera dejarse llevar por una tentación autoritaria, y el gobierno estadounidense viera un motivo para intervenir en los asuntos políticos de México con absoluto descaro, como así lo dejaron ver los precandidatos a la Presidencia del Partido Republicano, principalmente el gobernador texano Rick Perry.
Aunque el PRI, con su candidato Enrique Peña Nieto, no estaría de acuerdo en que se aplazaran las elecciones y mucho menos se cancelaran, pues le apuesta a un triunfo gracias al extraordinario manejo de dinero, ajeno a los lineamientos del IFE, con el que buscará comprar votos y conciencias al por mayor. Bajo esta óptica, no estaría de acuerdo en que se prolongara más tiempo la “guerra” de Calderón, por las consecuencias que podría traer no sólo en el proceso electoral, sino en el arranque de un nuevo gobierno, que los priístas esperan encabezar. Tan es así que ya Peña Nieto no tiene empacho en anunciar su “obsesión” en incidir en el futuro desarrollo del país durante los próximos treinta años.
Otra vez salta a la palestra la figura del líder de los tecnócratas, Salinas de Gortari, quien anunció la permanencia de su grupo en el poder durante tres sexenios, lo que resultó cierto, aunque el tercero haya sido con las siglas del PAN y el cuarto también. Lo cierto es que se trata de los mismos intereses oligárquicos, que surgieron con Salinas y se consolidaron con Ernesto Zedillo y aún más con Vicente Fox. De ahí lo preocupante del dicho de Peña Nieto, o de Salinas que viene siendo lo mismo, de prolongar su mandato tres décadas más.
Aunque no vale la pena tomar en serio tal amenaza, pues el país no podría aguantar ni siquiera un sexenio más con las mismas políticas neoliberales impuestas por los tecnócratas salinistas a partir de 1983. A no ser que la oligarquía que patrocina al salinato, es decir a Peña Nieto, quiera jugarse la carta de continuar la “guerra” no declarada iniciada por Calderón, con los terribles costos que cabría esperar de semejante barbaridad fascista. En las manos de los priístas de base recae la responsabilidad de aguarle la fiesta a la oligarquía, pues tienen que darse cuenta que va contra sus intereses de clase, contra el futuro de sus hijos, apoyar a un candidato que no tiene más proyecto que seguir la pauta trazada hace ya tres décadas, la cual tiene al país de cabeza y al borde del colapso final.
Guillermo Fabela Quiñones - Opinión EMET
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